Se impone la frontera

Este año se cumplen tres décadas de la caída del imperio soviético. Con él, se vino abajo la cortina de hierro que dividía al mundo en dos formas distintas de concebir la sociedad, la economía y la política. El enfrentamiento entre capitalismo y socialismo marcó la segunda mitad del siglo XX. La Guerra Fría, que confrontó al imperio liberal de Estados Unidos con la URSS, estableció una frontera clara entre ambos orbes. Durante 50 años, la política internacional y prácticamente toda la vida pública del mundo estuvo impregnada por la rivalidad de ambas superpotencias. Al derrumbarse la Unión Soviética, se asumió que la Unión Americana y sus aliados atlánticos habían ganado la partida y que, con el triunfo liberal, se establecía un nuevo orden global dirigido desde el Pentágono, la Casa Blanca, Wall Street y Hollywood, en el que todos los países ocuparían un lugar en las cadenas de producción mundial sin límites ni fronteras para el capital. El globalismo neoliberal se convirtió en la ideología dominante y desde ella se diseminó la creencia de que tarde o temprano el planeta entero se organizaría en una sola civilización bajo los principios universales de Occidente. Treinta años después, la mentira es evidente. La frontera derribada entre los bloques de la Guerra Fría se ha pulverizado y dejado ver aquellas otras fronteras que se mantenían ocultas o eran menos visibles. En el mundo global de hoy, la frontera no sólo no ha desaparecido, sino que se ha hecho más presente.

Con todos sus matices y distancias, un símil histórico de lo que ocurre hoy lo podemos encontrar en la decadencia y caída del Imperio Romano de Occidente, un proceso histórico que inició en el siglo III y concluyó en el V. En aquel entonces también hubo pandemias, crisis económicas, sociales y políticas, grandes migraciones, guerras, invasiones, polarizaciones y fundamentalismos, aunque con procesos y particularidades distintas a las de hoy. Llama la atención que casi de forma inmediata posterior al ascenso de Roma a la cúspide de su poder en el siglo II, comenzó el proceso de desgaste y desintegración que derivaría en la desaparición del orbe romano occidental. Cuando el Imperio Romano prácticamente ya no tenía rivales por vencer, había expandido su territorio mucho más allá de las costas de todo el mar Mediterráneo y era la potencia indiscutible de la época, es decir, había desaparecido la frontera dentro de su civilización, nuevas fronteras comenzaron a surgir y a imponerse, dentro y fuera del imperio. El contraste entre el mundo “civilizado” grecorromano y el mundo “bárbaro” nómada se erigió en una contradicción que terminó por borrar la frontera del imperio en occidente para crear nuevas fronteras entre los nacientes reinos germánicos. Pero también cobraron mucha mayor relevancia otras fronteras no territoriales que ya existían, pero que eran opacadas por la frontera civilizatoria principal, tales como las religiosas (cristianos vs. paganos), sociales (esclavos vs. ciudadanos), económicas (campo vs. ciudad) y políticas (estado imperial vs. comunidad tribal).

No es difícil encontrar la esencia de estos enfrentamientos hoy en día en las disputas religiosas, raciales, nacionalistas, clasistas y de género. De la misma manera que el universalismo romano empezó a fracturarse inmediatamente después de haber alcanzado su máxima realización, el globalismo occidental, sustentado en su “verdad universal” capitalista, patriarcal, liberal-demócrata, cristiana y blanca, comenzó a tambalearse justo en el momento de haber conseguido imponerse como “la única” visión posible en todo el mundo. Y no sólo por desafíos que vienen desde los nuevos entornos integrados al orden global, sino sobre todo en el seno de las propias sociedades occidentales. Es pertinente hacer conciencia de que, con la caída de la frontera ideológica bipolar, nuevos territorios de frontera han surgido como reacción al intento por imponer una forma particular de globalización. No es casual ni anecdótico que las potencias que más han impulsado la globalización neoliberal, Estados Unidos y la Unión Europea, hayan incrementado el discurso de la necesidad de proteger sus fronteras de los “otros”, que son los países menos desarrollados o los de mayoría no judeocristiana. El muro que dividía en el siglo XX a estados capitalistas y comunistas se ha trasladado y fortalecido hoy para dividir a los países “ricos” de los “pobres”; a los países “blancos” de los “morenos” o “amarillos”; a las naciones “cristianas” de las “musulmanas”; a los estados “democráticos” de los “autocráticos”. El proteccionismo, las guerras comerciales y el endurecimiento de políticas migratorias son fenómenos que tienen que ver con el miedo de las sociedades “desarrolladas” a perder su posición de hegemonía.

Pero también dentro de ese “primer mundo” contradictorio, que por una parte promueve la globalización y por la otra impone el segregacionismo internacional, se han afianzado las fronteras. Una de las más claras es la que hay entre el feminismo, la lucha por el reconocimiento pleno de los derechos de las mujeres, y el patriarcado, ese sistema social y cultural machista en el que se sustentan los privilegios de la población heterosexual masculina en detrimento de la mayoría de la población. Otra frontera tangible es la cada vez más evidente diferencia entre estado y nación, que se manifiesta hoy en la lucha por la autonomía o independencia de comunidades y regiones que se asumen oprimidas y discriminadas por un estado central. Podemos mencionar también la frontera entre el mundo urbano, gran devorador de recursos naturales, y el mundo rural, principal afectado por el impacto de las sociedades industriales y de consumo del primero. Una cuarta frontera es la que hay entre la legalidad y la ilegalidad, la contraposición entre las redes criminales que controlan territorios, rutas y algunas instituciones a lo largo y ancho del mundo, y el poder y capacidad del Estado para hacer prevalecer el orden constitucional, aunque dicho Estado sea muchas veces permeado por el hampa. Debemos reconocer también la frontera de clase que se manifiesta hoy en la creciente brecha que hay entre la absurda opulencia del 1 % más rico y el resto de la población mundial. Y no podemos dejar de lado la más nueva de las fronteras: la digital, esa línea delgada que marca la diferencia entre los mundos real y virtual y que está alimentando la polarización política y el conflicto social. Si miramos bien, México, desde su posición de país periférico dentro del (des)orden global, no está exento de estas dinámicas: el desafiante crimen organizado; el ignominioso muro de acero del Palacio Nacional para aislar al poder de un justo reclamo social; la desigualdad económica y de género, y la polarización política alimentada por el presidente y la oposición son muestras claras de las fronteras que se imponen todos los días dentro del territorio nacional.

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Arturo G. González

Soy adicto a saber y descubrir algo nuevo todos los días. Me obsesiono con tratar de entender el mundo y la época que me tocó vivir. No puedo escapar a la necesidad de comprender por qué nuestra civilización es como es, y para ello leo noticias, opiniones, artículos de análisis y libros; escucho música y veo cine. Creo que el pasado vive en el presente, y que el presente es la pieza clave del futuro. Te invito a este viaje de pensamiento y descubrimiento cotidiano. Esta es mi visión del mundo.