Por Arturo González González
Los principales índices occidentales coinciden: la democracia está en retroceso en el mundo. Incluso en los estados más desarrollados, en donde se supone que la democracia tiene más fuerza y arraigo, hay señales claras de deterioro. Como posible causa, algunos analistas ponen el foco en las propensiones autoritarias de buena parte de la generación actual de políticos. Otros apuntan a la creciente desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones democráticas. Unos más colocan el acento en la desigualdad socioeconómica que ha ido en aumento en el mundo. No obstante, los políticos y gobernantes en Occidente tienden a ver la principal amenaza fuera de sus países, como consecuencia de acciones de potencias autoritarias que quieren socavar los principios de la democracia. Aunque es muy probable que todos los factores mencionados tengan algún grado de incidencia, no debemos descartar la relevancia que poseen los pactos o contratos sociales en la historia de las democracias.
Y digo democracias, en plural, porque no podemos hablar de un solo tipo de democracia. Se trata de un sistema político que ha evolucionado durante los últimos 25 siglos, ha tenido sus altibajos y se ha aplicado de formas distintas bajo condiciones sociales y económicas específicas. Si observamos de forma aguda el devenir de la civilización humana desde sus orígenes hace seis mil o siete mil años, nos damos cuenta de que la democracia es casi una excepción, no una generalidad, como tampoco es el producto último de una supuesta evolución lineal y progresiva. Así como las democracias han surgido en ciertos contextos, igual han desaparecido. Lo que hoy domina en Occidente es el paradigma de la democracia liberal representativa, a la cual, por un sesgo ideológico, se le tiende a confundir con “la democracia”, como si fuera la única posible y se aplicara igual en todos lados. Y si bien los sistemas representativos liberales guardan similitudes en sus principios, como el sufragio universal, existen otros tipos de democracia, como la directa o la popular, esencialmente diferentes a los modelos preponderantes en Europa y América. Lo que sí comparten todas las democracias es el hecho de que su nacimiento y permanencia dependen de la existencia de un contrato o pacto social. Y podríamos decir que ésta es una condición de cualquier sistema político que aspire a gozar de estabilidad y paz en vez de sólo ejercer una tiranía.
Un ejemplo lo encontramos tan temprano como en la primera democracia de la historia. En el cambio del siglo VI al V a. C., la ciudad-estado de Atenas se encontraba en un proceso de transformación del régimen tiránico de los pisistrátidas a la democracia concebida por el legislador Clístenes, quien propuso una profunda reforma de las estructuras de poder para ampliar la participación política de los ciudadanos atenienses, es decir, los varones libres mayores de edad, en instituciones de democracia directa. La sociedad griega de entonces estaba basada en una economía esclavista que sometía a buena parte de la población, un “apartheid político” que marginaba a los extranjeros residentes y una rígida estructura patriarcal que restringía la presencia de las mujeres en el espacio público. Estas realidades son muy importantes para entender las diferencias entre la democracia ateniense y las democracias de hoy. Con todo y el gran impulso que supuso la obra legislativa de Clístenes, el factor decisivo para la instauración de la democracia en Atenas fue el pacto político y social que impulsó Temístocles cuando organizó la defensa de la ciudad frente al ataque del Imperio Persa en el año 480 a. C. La estrategia del general ateniense consistía en obligar a los persas a librar la batalla decisiva en los estrechos de la isla de Salamina. Para ello, la flota de Atenas necesitaba miles de remeros y no podía confiar esta tarea a los esclavos que verían en la derrota de la ciudad griega su oportunidad de ser libres. Temístocles, entonces, pactó con el sector menos privilegiado de la ciudadanía ateniense, los tetes, que sumaban el 50 % de la población libre, a quienes concedió mayor peso y espacio en las nacientes instituciones democráticas a cambio de que sirvieran con lealtad en las trirremes. Este pacto fue definitorio en la victoria de Atenas y en la conformación de la democracia radical de la ciudad.
Si echamos un vistazo al siglo XX, encontraremos un ejemplo más cercano. Durante y después de la Segunda Guerra Mundial, las élites de las potencias aliadas establecieron un pacto con las clases trabajadoras para, primero, derrotar a los regímenes fascistas y, después, evitar la propagación del comunismo en sus sociedades. El pacto derivó en la creación de un Estado de bienestar en Europa Occidental y un Estado “social” en América del Norte que contemplaba derechos laborales y sociales tangibles para la clase obrera garantizados por instituciones públicas robustas dentro de un capitalismo nacional limitado en sus procesos de acumulación y concentración. Este contrato social legitimó a la democracia liberal y fortaleció la confianza en las instituciones democráticas durante décadas. Pero tras la crisis de los 70, las reformas económicas neoliberales de los 80 y la caída del bloque comunista a principios de los 90, el pacto entre las élites occidentales y la base trabajadora comenzó a romperse, principalmente por la presión de los grandes capitalistas que exigían mayor libertad para movilizar capitales más allá de las fronteras nacionales hacia donde sus inversiones fueran más rentables por los bajos costos productivos y, en consecuencia, pudieran tener un margen más grande de beneficios y acumulación. Es la crisis del Estado de bienestar y de corte social en favor de un globalismo concebido desde las élites económicas.
Este fenómeno tuvo varias consecuencias: la reducción de las capacidades del Estado para mantener la estabilidad social, la desindustrialización parcial de los países desarrollados, la pérdida de prestaciones y poder adquisitivo de las clases medias, la crisis de identidad del colectivo de trabajadores y la fragmentación del corpus social por tendencias tribalistas e hiper individualistas. Por otro lado, la inserción de China en el mercado capitalista global provocó que el paradigma de que el capitalismo sólo puede convivir con la democracia liberal se derrumbara. Se ha demostrado que el gran capital también puede valerse de regímenes autoritarios para reproducirse. Así, la democracia liberal perdió el soporte que le daba el pacto político, social y económico suscrito a mediados del siglo XX. Sin legitimidad ni confianza, los nacionalismos y populismos de corte antiliberal encontraron condiciones propicias para crecer y socavar las instituciones democráticas liberales. Ninguna democracia se puede sostener sin el pacto social que le dio sentido y soporte a su existencia.