Por Arturo González González
Quien desde el futuro quiera entender la descomposición del orden global surgido tras la Segunda Guerra Mundial y afianzado tras la Guerra Fría, tendrá que analizar los conflictos gestados en Siria y Ucrania en la segunda década del siglo XXI. Si bien el origen de ambas guerras está vinculado a la realidad histórica de cada país y de la región a la que pertenecen, la participación de actores externos les ha dado un carácter internacional que impacta a todo el sistema mundial. Las guerras de Siria y Ucrania evidencian los intereses geopolíticos que hoy están en pugna y ponen de relieve que el discurso que defienden las grandes potencias involucradas en cada caso está subordinado a dichos intereses. Por eso no es extraño encontrar en los dos conflictos contradicciones claras en la posición de quienes apoyan a uno u otro bando. Siria y Ucrania nos muestran de forma cruda lo que está en juego en el orbe de nuestros días. Y para abonar a su comprensión, debemos comenzar a usar el término de “guerras hegemónicas” para englobarlas en un contexto más amplio al del espacio geográfico en el que se desarrollan.
Aunque las dos guerras son complejas, la de Siria lo es aún más dada la participación de un gran número de actores internos y externos. En principio se trata de una crisis interna motivada por varios factores: desajustes económicos, desigualdades sociales, sequía y debilidad del régimen. Este caldo de cultivo llevó a que, en medio de la llamada “Primavera Árabe”, un grupo de la población iniciara en 2011 una serie de protestas contra el gobierno de Bashar Al Assad para motivar su dimisión. La protesta a la postre derivaría en una lucha armada de difícil definición. Bajo el término de Oposición Siria se aglutinó a un conjunto de expresiones políticas y grupos armados de muy diversos intereses y estructuras. Estos grupos y expresiones fueron apoyados por potencias occidentales como Estados Unidos, Reino Unido y Francia, y potencias regionales como Turquía, Israel y Catar. Muchas veces confundidos con los rebeldes, que en Occidente recibieron el calificativo de “moderados”, aparecieron grupos terroristas, como Al Nusra y el Estado Islámico, que aprovecharon el vacío de poder para ganar terreno y hacerse de recursos. Incluso parte del apoyo brindado por Occidente a la Oposición Siria terminó en manos de los terroristas, los cuales también eran combatidos por una coalición internacional liderada por… EEUU, RU y Francia. Para hacer frente al cúmulo de desafíos que representaba la presencia de esta pléyade de grupos subversivos y terroristas, el régimen de Al Assad solicitó apoyo a Rusia e Irán, quienes respaldaron a las fuerzas oficiales sirias con dinero, tropas y equipo bélico. La participación de Moscú en la guerra a partir de 2015 fue determinante para inclinar la balanza a favor del gobierno que hoy, tras once años del conflicto, ha recuperado casi la totalidad del control territorial.
El argumento de las potencias occidentales para apoyar la rebelión siria y un eventual cambio de régimen fue que el gobierno de Al Assad era represivo y violaba los Derechos Humanos, por lo que era necesario construir un gobierno de corte liberal, es decir, afín a sus intereses en Oriente Medio. Rusia argumentó, por su parte, que acudía a una petición de ayuda del presidente sirio para defender el territorio de injerencias extranjeras y evitar además que el país asiático se hundiera en el caos y arrastrara a toda la región a una escalada de inestabilidad y extremismo. China, que observó desde el principio con preocupación la espiral de violencia en Siria, se colocó, con prudente distancia, del lado del régimen de Bashar Al Assad, tanto en lo político como en lo económico. Prueba de ello es que todas las resoluciones impulsadas por EEUU, RU y Francia en el Consejo de Seguridad de la ONU para condenar al gobierno sirio fueron bloqueadas por Pekín y Moscú. Por otra parte, el gobierno chino mantuvo sus relaciones comerciales con Damasco, lo que le permitió a Al Assad evitar el aislamiento económico. Hoy, con la guerra en fase residual, Siria ha abierto la puerta a que China sea la protagonista de la reconstrucción del país en el marco del proyecto global chino de la Nueva Ruta de la Seda. Con ello, Pekín no sólo afianza su posición en Oriente Medio en tándem con Rusia, sino que pone límites a la influencia occidental en una región vital para sus intereses.
En Ucrania, los papeles aparecen invertidos. En 2013, mientras la guerra civil siria se decantaba a favor de las fuerzas anti-régimen, se desencadenaron en Kiev masivas manifestaciones, conocidas como Euromaidán, contra el gobierno afín a Rusia de Víctor Yanúkovich. La causa más visible fue política y tuvo que ver con la negativa del entonces presidente ucraniano de continuar con los trámites de adhesión del país a la Unión Europea. Las protestas terminaron en un golpe de Estado que provocó la caída de Yanúkovich en 2014 para dar paso a un gobierno más alineado a los intereses occidentales. Rusia, que observaba los acontecimientos con preocupación, decidió intervenir para, a través de un cuestionado referéndum, anexionarse Crimea, y para apoyar a las fuerzas separatistas de Donetsk y Lugansk, regiones orientales de Ucrania con importante presencia de rusos étnicos. Desde entonces, Moscú ha intentado minar las capacidades del gobierno prooccidental de Kiev mientras que éste recibía el apoyo de las mismas potencias occidentales que impulsaban el cambio de régimen en Siria. En febrero de 2022 la crisis ucraniana entró en una nueva fase con la invasión rusa que pretendía al principio derrocar al gobierno proeuropeo y pro-OTAN de Volodímir Zelenski y hoy busca quedarse con parte del territorio este y sur de Ucrania. Moscú aparece ahora del lado de la subversión y Occidente se coloca en el bando del oficialismo.
A la distancia, nuevamente aparece China, pero otra vez del lado de Rusia. Es cierto que Pekín no ha brindado apoyo militar y económico directo a Moscú, pero sus abstenciones en la ONU durante las votaciones de resoluciones de condena a la invasión rusa, así como el incremento del comercio con Rusia, han dejado claro dónde están sus intereses. Al gobierno de Xi Jinping no le interesa aparecer como beligerante, más bien busca una posición de moderación mientras impulsa sus objetivos geopolíticos por la vía pacífica y planta cara a la hostilidad cada vez más abierta de EEUU. Para hacer el trabajo sucio de sacudir el tablero y enfrentar a Occidente está Rusia. Para desplegar un poder blando de “pacificación” y reconstrucción, desde la óptica de Pekín, está China, que tiene en la mira también a Europa Oriental en el marco de sus proyectos económicos globales. Lo que evidencian Siria y Ucrania, amén de todas sus particularidades, es que las guerras hegemónicas del siglo XXI están en proceso.