(Por Arturo González González) Donald Trump regresó a la Casa Blanca con mucho más poder que en su primer arribo. Tiene el voto popular a su favor además del voto del Colegio Electoral, que es el que cuenta para decidir quién gobierna Estados Unidos. Su facción domina con mayor fuerza el Partido Republicano, que tendrá mayoría en las dos cámaras del Poder Legislativo. La extrema derecha, que Trump representa, ha recuperado los espacios de los que se la había marginado y ha ganado nuevos. Y el magnate neoyorquino regresa a la cúspide de la gran potencia americana aupado por un grupo de tecnoligarcas, encabezados por Elon Musk, que acumulan un poder social, económico y ahora político sin precedentes.
Que Trump sea el primer presidente convicto de la historia de Estados Unidos se vuelve una oscura anécdota si consideramos las posibilidades materiales que tendrá a su disposición en la reconfiguración de la estructura del poder estadounidense, cargado ahora a la ultraderecha. Pero el mundo con el que le toca lidiar hoy es distinto al que le tocó en su primera administración. Median entre los dos períodos una pandemia, la generalización del proteccionismo (que él inició), la fragmentación de la globalización, la irrupción de nuevos poderes, varios conflictos que se han activado o reactivado y tensiones que se han agravado.
Fragmentación global y sus riesgos
El Reporte de Riesgos Globales 2025 del Foro Económico Mundial (FEM) es un indicador de las amenazas mundiales en el año del regreso de Donald Trump, construido con la participación de más de 900 expertos consultados. Los diez principales riesgos son, por orden de importancia:
- Conflictos armados entre estados.
- Eventos climáticos extremos.
- Confrontaciones geoeconómicas.
- Desinformación y manipulación informativa.
- Polarización social.
- Crisis económica y recesión.
- Cambios críticos en los ecosistemas terrestres.
- Falta de oportunidades económicas o desempleo.
- Erosión de los derechos humanos y las libertades cívicas.
- Desigualdad económica.
Todos estos riesgos globales están interconectados de alguna u otra manera y se alimentan unos a otros. No son aislados. Existe un común denominador: la fragmentación del orden global y el debilitamiento de las estructuras de gobernanza mundial en medio de una voraz competencia entre las grandes potencias. Es el caos sistémico que corresponde a nuestro tiempo. La etapa de transición entre dos épocas. El escenario convulso de un viejo orden que se resiste a morir y uno nuevo que no se decide a nacer. La competencia global abarca cinco aspectos y configura los diez riesgos que menciona el reporte del FEM.
La geopolítica en tiempos de Trump
La disputa más estruendosa es la geopolítica. Su rostro más crudo es la guerra entre estados. En los últimos años hemos visto proliferar los conflictos internos y entre países. Nos encontramos en la época más conflictiva desde la Segunda Guerra Mundial. Las salidas de paz que se plantean apenas si llegan a treguas o alto al fuego temporales, pero no resuelven de fondo los conflictos. El caso de Palestina es un claro ejemplo. Y si bien es cierto que el orden internacional basado en las reglas liberales ha volado por los aires, las potencias de Occidente, reunidas en la Alianza Atlántica, se resisten a perder el lugar de privilegio que han ocupado.
Frente a ellas ha nacido un eje, una especie de entente de Eurasia, en la que figuran China, Rusia, Irán y Corea del Norte, entre otros. Sus intereses no son homogéneos, pero están de acuerdo en caminar hacia un orden multipolar en el que ya no sea Estados Unidos la potencia hegemónica ni dominante. El llamado Sur Global es un potencial terreno fértil para las iniciativas chinas de Seguridad, Desarrollo y Civilización globales. La rivalidad abierta entre Washington y Pekín determina en buena medida las formas de las relaciones internacionales restantes. El resultado es un mundo más inestable con dos gigantes que buscan hacerse espacio en un planeta que de pronto parece demasiado estrecho.
El campo de batalla geoeconómico
Detrás de la lucha geopolítica viene la pugna geoeconómica. La primacía de la rentabilidad sobre el resto de criterios ha tenido que hacer espacio al concepto de seguridad económica. Lo enarboló el expresidente Joe Biden, en una de las continuidades de las políticas de Trump I. Lo replantea hoy Trump II. El proteccionismo, los aranceles, la relocalización de las cadenas de producción, el retorno de la política industrial y las restricciones a exportaciones clave, forman parte de una estrategia para reforzar la capacidad productiva estadounidense de cara al desafío económico chino. Algo similar pretende la Unión Europea. La lógica otanista es clara: las guerras no sólo se ganan con armas, sino con aparatos industriales que respaldan los esfuerzos bélicos.
Así mismo, la proyección de Trump hacia el Ártico, con los amagos a Canadá y Groenlandia, y hacia corredores estratégicos como el Canal de Panamá, evidencia el regreso de la lógica del espacio vital o zonas de influencia. China construye, no sin problemas, una hegemonía regional en Asia Oriental. Rusia fuerza su control sobre el espacio exsoviético. Estados Unidos, con Trump, busca recuperar su primacía en América para hacerse de los recursos y las rutas que le provean de lo necesario para fortalecer sus capacidades materiales.
Trump se cuelga de la energía sucia
Dentro de la contienda geoeconómica, mención aparte merece la disputa energética. En los últimos 20 años Estados Unidos ha pasado de ser un país altamente dependiente de los hidrocarburos importados desde varias partes del mundo, a la primera potencia productora de petróleo y gas. Incluso, se ha vuelto uno de los principales exportadores, rivalizando con Rusia, Arabia Saudí e Irán.
Debajo de las advertencias reales por el calentamiento global, provocado en buena medida por la quema de combustibles fósiles, existe una ardua competencia por el control de nuevos yacimientos. El Ártico esconde bajo sus aguas congeladas ingentes reservas, lo que explica el interés de Trump en incrementar la presencia estadounidense en la zona. ¿Debemos ver en el cambio de nombre del Golfo de México una lógica similar?
Lo más preocupante del cambio climático antropogénico no son los efectos destructivos que ya de por sí está teniendo, sino los que tendrá en el futuro cercano debido a que las grandes potencias no están dispuestas a ceder en su competencia por producir y exportar la mayor cantidad de combustibles sucios. Los hidrocarburos siguen siendo un factor de poder. Y mientras no se eliminen los incentivos para ello, la economía mundial seguirá moviéndose a golpe de combustión.
La nueva carrera tecnológica
Las nuevas tecnologías -que, por cierto, también dependen mayoritariamente de energías sucias- son el escenario de otra ríspida competencia. Empresas tecnológicas y gobiernos de potencias se disputan la primacía de los nuevos desarrollos técnicos, como la inteligencia artificial y la computación cuántica. La desconfianza entre nuevos y viejos poderes está conduciendo al mundo hacia la fragmentación de un (des)orden digital cargado de ruido, bulos y alienaciones.
Si con el cambio de siglo llegamos a imaginar una aldea global más democrática y unida a través de una internet al alcance de todos, hoy asistimos a la partición del ciberespacio en tres modelos diferentes: uno centrado en la tecnoligarquía, otro controlado por el Estado y uno más centrado en el usuario. Los dos primeros llevan la ventaja.
Las batallas en la trinchera sociocultural
La guerra de propaganda y mala información que se libra en las plataformas alimenta la quinta competencia que cobra forma de guerra sociocultural. Armadas con prejuicios, miedos, mentiras y verdades a medias, distintas narrativas luchan por prevalecer en el espectro digital. Del progresismo al libertarismo, de la izquierda estatista a la ultraderecha, la batalla es por imponer una visión particular de la realidad. Y si da el caso de que la narrativa opuesta tiene la ventaja, entonces la estrategia cambia hacia la viralización de bulos, no para que estos se crean, sino para que, en el hastío del bombardeo, el ciudadano termine por no creer en nada. El nihilismo inconsciente sembrado desde la pantalla de tu móvil en momentos en los que reinan el ruido y la confusión.
¿Trump antisistema? ¿En serio?
Ruido y confusión como las que hay detrás de una de las ideas más sui géneris que he escuchado durante el regreso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos: que él no es un político empresario de extrema derecha sino una figura “antisistema”. Creo que una valoración así sólo puede hacerse desde la ignorancia del pasado reciente y no tan reciente del magnate republicano, o desde la conveniencia de intentar lavarle la cara para no sentirse incómodo con la simpatía que en silencio muchos sienten hacia sus posturas.
En el cambio de milenio, el término antisistema se usaba principalmente para referirse a los cientos de miles de personas, en su mayoría jóvenes, que llevaban a cabo protestas multitudinarias contra la globalización concebida desde las élites políticas y empresariales para aumentar la rentabilidad del capital y desregularizar el sistema financiero. Si bien Donald Trump llegó a cuestionar algunos de los efectos de la globalización neoliberal, sobre todo aquellos en los que veía que las élites de otros países salían beneficiadas además de las estadounidenses, la mayor parte del tiempo sus empresas e inversiones sacaron provecho de ella.
Un beneficiario del criticado sistema
Como empresario inmobiliario, hotelero, casinero, mediático, financiero, tecnológico y productor de artículos de lujo, la expansión de su riqueza se dio en el clímax de la globalización neoliberal luego de varios tropiezos que casi lo llevan a la bancarrota. Una de las críticas más frecuentes que Trump ha hecho, ya como político, es la deslocalización de la industria estadounidense para moverse hacia países con costos más rentables, como México o China. Curiosamente, productos (accesorios y ropa) de la marca Donald J. Trump Signature Collection están fabricados en países asiáticos, entre ellos, China, precisamente porque es más barato producirlos allá, aunque en Estados Unidos se venden como artículos de lujo a precios ídem.
Además, Donald Trump pertenece al grupo que goza de mayores privilegios en la Unión Americana: hombres blancos ricos y cristianos. Es decir, el grupo más beneficiado por el sistema político y económico de la gran potencia. Y, es cierto, nadie es culpable de sus privilegios, pero sí responsable de la forma en la que los detenta y utiliza. Raya en el absurdo decir que Trump es antisistema, cuando a lo largo de su trayectoria como capitalista ha sacado ventaja de medidas tributarias favorables, incentivos fiscales y desregulaciones financieras, todos productos del neoliberalismo, y como político ha sacado raja de un sistema electoral que privilegia la sobrerrepresentación del electorado blanco de cierta condición económica.
Trump y las oligarquías económicas
Pero más allá de la contradicción evidente, el hoy presidente de los Estados Unidos ha construido una agenda en la que convergen varios grupos que van desde la más dura derecha económica y política hasta la extrema derecha cultural y religiosa. Un primer aspecto es que el gobierno de Trump II, mucho más que el de Trump I, se ha conformado con personajes emblemáticos de las viejas y nuevas oligarquías económicas en las que figuran empresarios inmobiliarios, petroleros, del entretenimiento, financieros y tecnológicos. Además, el magnate republicano ya anunció una política fiscal de recorte de impuestos a élites y corporativos. Entre las estrategias para compensar esta disminución en la recaudación está el cobro de aranceles y la reindustrialización parcial de Estados Unidos, con la cual pretende engrosar la clase media, de donde obtendría más ingresos fiscales.
Militarizar la seguridad como consigna
Otra medida típica de la derecha política dura, que también ha sido adoptada por gobiernos que se asumen de izquierda estatista, es la militarización de la seguridad en todos sus ámbitos. Para supuestamente combatir a los cárteles del narcotráfico, hoy catalogados por Washington como terroristas; frenar la inmigración no deseada, es decir, la procedente de países emergentes de mayoría no blanca, y proteger mejor la frontera sur, Donald Trump despliega a las fuerzas armadas, aprueba para sí más facultades de confiscación, espionaje e investigación y anuncia una persecución abierta contra personas sin papeles. Y con ello hace alarde de una de las aficiones más arraigadas de la extrema derecha: los embates contra la estructura internacional de Derechos Humanos que, por cierto, los propios Estados Unidos ayudaron a crear luego de la Segunda Guerra Mundial.
Unilateralismo, exclusivismo y privilegios
Justamente el unilaterialismo trumpista es uno de los aspectos que más aplauden los grupos ultras que defienden una visión exclusivista de los derechos y las libertades, más bien constituidas como privilegios de “raza” o clase. En ese camino, el presidente estadounidense anuncia la revisión de todos los acuerdos internacionales y la pertenencia a los organismos multilaterales para cancelar su participación en aquellos que, desde su perspectiva, no benefician a los intereses de su país o que promueven agendas contrarias al statu quo. Por ejemplo, la salida del Acuerdo de París que promueve la transición de energías sucias a limpias para frenar el calentamiento global, beneficiará abiertamente a la industria de los hidrocarburos, uno de los principales donantes de la campaña de Donald Trump. El negacionismo climático es una de las banderas centrales de la extrema derecha.
Otros temas en los que se acusa una ultraderechización de las políticas gubernamentales es lo relacionado con los derechos de las minorías. Donald Trump impulsa medidas para que en Estados Unidos se priorice el idioma inglés, sin ser oficial, y con todo y que ese país es uno de los más diversos del mundo en cuestión lingüística y cultural. También ordena coartar enfoques educativos distintos a los dominantes, además de restringir el reconocimiento dentro de la libertad de identidades de género. Todos estos puntos forman parte de la agenda de la extrema derecha religiosa y cultural de los Estados Unidos.
Trump y la nueva proyección imperial
El punto más crítico, quizás, de la plataforma de poder trumpista es quitar cualquier control y escrúpulo a la proyección imperialista de Estados Unidos. Contrario a lo que muchos creen, la Unión Americana se ha constituido sobre la base de una política imperialista que ha abarcado prácticamente todas las formas posibles: territorial, con la expansión hacia el oeste, haciendo la guerra a naciones indígenas y a México; colonial, con el control sobre Puerto Rico y en algún momento las Filipinas; política, con la imposición de agendas propias a otros países; económica, a través de la hegemonía del dólar, y militar, con la invasión abierta de territorios en el extranjero.
Pero durante el siglo XX, el imperialismo estadounidense intentó cuidar las formas y evitar mostrarse menos descarado que en el siglo XIX. Y esto no fue por una cuestión de escrúpulos o vergüenza, sino porque así convenía a los intereses de Washington para enfrentar al imperialismo colonial europeo y, después, al imperialismo ideológico soviético. El “imperio de la libertad”, lo bautizaron. Un imperio, a fin de cuentas, con una visión particular de la libertad. Hoy, el trumpismo recoge el testigo del pasado imperial decimonónico estadounidense para proyectar sin tapujos su interés expansionista hacia el Ártico y el sur del continente. Es el revisionismo histórico de la derecha dura neoconservadora de los Estados Unidos. No, Trump no es antisistema. Es prosistema de privilegios americano en un mundo en creciente competencia.