Por Arturo González González
Mientras el conflicto en Ucrania ha escalado a un nuevo nivel con el anuncio de movilización parcial de reservistas y la inminente anexión de los territorios ocupados por parte de Rusia, hay países que aprovechan la situación para posicionarse como potencias mediadoras en interlocución con ambos bandos. Quien más éxito ha tenido hasta ahora es Turquía, un estado transcontinental que ha jugado en la historia mundial un papel relevante, y muchas veces contradictorio, debido en parte a su privilegiada posición geográfica. Como otros gobiernos revisionistas de Eurasia, el régimen de Recep Tayyip Erdogan busca colocar a su país en el rol protagónico que el Imperio otomano, antecesor de la República de Turquía, tuvo durante los primeros siglos de la era moderna. No se trata sólo de nostalgia o de una trivial aspiración, sino de una estrategia que abarca varios frentes.
El estado turco actual surgió oficialmente el 29 de octubre de 1923 tras la desmembración del Imperio otomano que vino a consecuencia de la derrota en la Primera Guerra Mundial de las potencias centrales, a las que pertenecía el estado de la Sublime Puerta. El sultanato otomano fue abolido el 1 de noviembre de 1922, con lo que se puso fin a una historia imperial de 623 años bajo la dinastía osmanlí. El hito que marca el inicio del esplendor del imperio fundado por Osmán I en 1299 es la toma de Constantinopla, entonces capital de lo que quedaba del Imperio romano de Oriente, ocurrida en 1453. Entre los siglos XV y XVII, la Sublime Puerta fue una potencia militar determinante en el concierto de estados en Asia Occidental, Europa Oriental y África del Norte.
A mediados del siglo XVII, el Imperio otomano dominaba el Pentalaso, la tierra de los cinco mares: Negro, Mediterráneo Oriental, Rojo, Pérsico y Caspio, una región de vital importancia geopolítica. Sus territorios se extendían a lo largo de 5.2 millones de km2 desde Argelia al oeste hasta Mesopotamia al este, y desde el Danubio húngaro al norte hasta el Nilo Medio al sur. Constantinopla, renombrada como Estambul, se convirtió en la ciudad más poblada de Europa, y lo sigue siendo. El otomano fue el último imperio heredero de la histórica unidad mediterránea que hizo posibles el Imperio romano y los Califatos omeya y abasí. A veces en conflicto, otras en concordia, la Sublime Puerta aprovechó su situación geográfica para fungir durante décadas como el intermediario único entre Europa y Asia.
La apertura de nuevas rutas comerciales a través de América hizo que el sultanato perdiera relevancia como intermediario. Además, como su potencia y cohesión no se basaban en la unidad nacional sino en la capacidad militar de sus gobernantes, una serie de derrotas en Europa durante la segunda mitad del siglo XVII lo arrastraron a un período de inestabilidad y decadencia del que ya no se repondría. Si en 1453 la tecnología militar de la pólvora y el cañón había sido un factor de peso en el triunfo otomano en Constantinopla, la sofisticación de las fuerzas armadas de los estados europeos redundó en una ventaja competitiva frente al anticuado ejército otomano en la década de 1680. El último ímpetu de la Sublime Puerta fue su participación en la Gran Guerra de 1914-1918, de la cual salió herida de muerte.
La desintegración del Imperio otomano en 1922 dejó un vacío de poder en Oriente Medio. Reino Unido y Francia, triunfadoras de la Primera Guerra Mundial, se repartieron los territorios arrancados al gobierno de Estambul y crearon protectorados en lo que posteriormente serían los estados de Palestina, Israel, Líbano, Siria, Jordania e Irak. Buena parte de los conflictos e inestabilidad endémica de la zona proviene de la mala gestión de las dos potencias colonialistas europeas. Dicha inestabilidad fue heredada a Estados Unidos, la potencia hegemónica tras la Segunda Guerra Mundial, quien, motivada por la abundancia de recursos energéticos, intentó imponer su orden en la región con intervenciones militares y operaciones de desestabilización de regímenes no afines a su política.
A Erdogan, que desde 2003 ha dominado la escena política de su país, se le ha tachado de seguir una política exterior neootomanista, es decir, de tratar de aumentar la influencia turca en los territorios que alguna vez pertenecieron al Imperio otomano. Pero la visión erdoganista va más allá. No sólo se trata de afianzar a Turquía como potencia regional indiscutible en Oriente Medio, sino de hacerla ver como el estado con el que se debe negociar para alcanzar la estabilidad mundial, aunque algunas de sus acciones propicien justo lo contrario, como su negativa a la formación de un estado kurdo al sur de Turquía, la agitación de sectores adversos al gobierno de Siria o la disputa territorial y marítima con Grecia. Además, Turquía ha emprendido con éxito una política de poder blando en el mundo con la prolífica producción de películas, series y telenovelas que muestran al país como una nación moderna, pero de profundas tradiciones.
En el plano geopolítico, la Turquía de Erdogan juega a varias bandas: por un lado, es integrante de la OTAN que lidera EUA, y aspirante fallido a la Unión Europea; pero, por el otro, es un socio de diálogo con interés de asumir pleno derecho en la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), que encabeza China, competidor hegemónico de Washington. No obstante, Turquía es líder de la Organización de Estados Turcos, a la que pertenecen también Kazajistán, Kirguistán y Azerbaiyán, este último en conflicto con Armenia, respaldada por Rusia, con quien compite en presencia en Asia Central. Esta compleja red de relaciones permite a Turquía plantarse como una potencia intermediaria necesaria. Para EUA y la OTAN, es la cabeza de puente con Asia; para la OCS de China, es un socio valioso por su peso regional y sus vínculos con Occidente, y para la UE es un vecino a veces incómodo, a veces útil, en la gestión de asuntos como la migración de refugiados de países en conflicto en Oriente Medio.
El peso de Turquía en el concierto internacional ha quedado de manifiesto en el conflicto en Ucrania, incluso con mayor solvencia que en la guerra civil siria, en la que Ankara participó junto con Moscú e Irán en una plataforma de paz que excluyó a las potencias occidentales. Turquía ha estado detrás de las negociaciones para permitir la exportación de granos de Ucrania y así mitigar la crisis alimentaria mundial. También ha facilitado el entendimiento para el intercambio de prisioneros. Y lo hace mientras ofrece apoyo político y militar a Ucrania y mientras aumenta su intercambio comercial con Rusia evadiendo las sanciones aplicadas a este país por Occidente. La jugada de Erdogan apunta a convertirse no sólo en participante de una paz que hoy se ve lejana, sino a hacer de Turquía la potencia intermedia entre Occidente y Oriente, como lo fue el Imperio otomano, pero ahora con un alcance global.