Por Arturo González González
En agosto de 1967, 18 prelados de América, Asia y África firmaron el Manifiesto de los Obispos del Tercer Mundo cuyo objetivo era aplicar en las regiones menos favorecidas la Encíclica Popolorum Progressio de Pablo VI, publicada en marzo del mismo año, en donde el papa denuncia los desequilibrios entre los países ricos y pobres, hace un llamado a la colaboración entre los pueblos y critica los sistemas capitalista y comunista. Si bien el concepto “Tercer Mundo” fue acuñado en 1952 por el economista francés Alfred Sauvy, el término cobró relevancia con el posicionamiento de los obispos y muy pronto adquirió dos significados, uno político y otro económico. Se asoció con los estados del Movimiento de Países No Alineados, es decir, aquellos que trataron de mantener una postura independiente de los intereses del Primer Mundo, liberal y capitalista, encabezado por EEUU, y del Segundo Mundo, autocrático y comunista, liderado por la URSS. Pero también hacía referencia a aquellos estados considerados en vías de desarrollo, que habían sido colonias de los imperios europeos, que se encontraban en la “periferia” de las naciones ricas y con economías enfocadas en la exportación de materias primas.
La visión de un mundo dividido en tres aportaba entonces herramientas conceptuales para comprender las dinámicas globales durante la Guerra Fría, pero también ocultaba las diferencias y contradicciones existentes dentro de los tres mundos y el ejercicio de nuevos imperialismos. Ese marco mental perdió vigencia tras la caída del bloque comunista en la década de los 90, aunque hoy se conserva como elemento ideológico que, desaparecido el Segundo, hace del Primer Mundo un espacio idealizado en donde industrialización, desarrollo, libertad y prosperidad son constantes casi exclusivas, y al Tercer Mundo un territorio ambiguo de atraso, marginación, violencia y corrupción, como si estos problemas estuvieran ausentes del primero. En un exceso de simplificación, primermundismo y tercermundismo se han vuelto términos para calificar actitudes de personas y sociedades enteras, siempre desde la óptica de las élites de las potencias occidentales dominantes.
La globalización económica neoliberal que siguió al fin de la Guerra Fría instaló el paradigma de un solo mundo integrado en un mismo mercado. Pero bajo esta apariencia de unidad, sólo partida por la dicotomía subjetiva de “virtudes primermundistas” y “defectos tercermundistas”, se escondía la realidad de una multiplicidad de mundos que, como era de esperarse, más temprano que tarde terminó por manifestarse en sus contradicciones. Tras la uniformidad aparente impuesta por el unilateralismo estadounidense de las décadas del cambio de milenio hemos transitado hacia el choque de intereses bien diferenciados aunque no aislados en compartimentos estancos. Se trata de mundos que llevan décadas o siglos formándose y que hoy emergen o vuelven a emerger como causa y a la vez consecuencia de las contrariedades que abriga la globalización.
La clasificación depende del enfoque que asumamos. Uno de los acentos que han cobrado protagonismo, y que tiene que ver con el nearshoring, es el de la integración económica regional: bloques productivos conformados por varias naciones de un mismo espacio geográfico. Las de mayor dinamismo y peso son Asia-Pacífico, con centro en China; Norteamérica, impulsada por EEUU, y Europa, cuyo motor es Alemania. Pero también con un enfoque económico se habla de países desarrollados, de economías consolidadas y altos niveles de bienestar, como el Grupo de los Siete, y de países emergentes, de crecimiento reciente y niveles medios de bienestar, como los BRICS. Esta categorización suele cruzar camino con otra que marca diferencias entre el Norte Global y el Sur Global, siendo EEUU la cabeza del primero y China el puntal del segundo. En cualquiera de los casos, existen interacciones complejas entre los distintos bloques motivadas por intereses comunes y encontrados.
Con todo y los avances tecnológicos, la geografía juega un papel determinante en la configuración del orbe actual, como queda claro con las regiones económicas mencionadas. Bajo este enfoque también podemos ubicar grandes espacios de desarrollo internacional, mundos en sí mismos como el Mediterráneo, el Atlántico, el Euroasiático, el Indo-Pacífico o el latinoamericano. Pero la geografía también incide en rasgos culturales compartidos, ya sean lingüísticos, étnicos o religiosos, y define la geopolítica de países que buscan mantener o renovar su protagonismo. Hoy hablamos de una anglosfera, con EEUU, Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda haciendo alianza para frenar el avance de China; de un mundo eslavo, con una Rusia que quiere recuperar su papel de potencia incorporando a su área de influencia, incluso por la fuerza, a aquellas naciones de lengua eslava; de un mundo túrquico, con una Turquía que añora la principalía regional que tuvo el Imperio otomano; de un mundo árabe, que aglutina a todos los estados en donde se habla dicha lengua, o de una sinoesfera y una indosfera, sobre las cuales China e India, respectivamente, buscan construir sus propias hegemonías regionales.
La caída de la URSS hizo resurgir una antigua división del mundo a partir de la religión que coloca de un lado a los países de tradición judeocristiana y, por el otro, a las naciones de mayoría musulmana. El concepto de choque de civilizaciones de Samuel Huntington cobró fuerza tras los atentados terroristas de 2001 y, a pesar de sus deficiencias, ha servido para afianzar una dicotomía que, no obstante su ambigüedad, ha sobrevivido a lo largo de los siglos: la que coloca a Occidente frente a Oriente como dos concepciones diametralmente distintas de concebir el mundo y que pasa por alto las interacciones que históricamente ha habido y hay entre las naciones consideradas como parte de cada “bando”.
Así ocurre con el discurso que pone cara a cara a los mundos democrático, del que Washington se asume líder, y autoritario, en donde se ubica a Pekín como cabeza. Esta división ideológica exhibe los límites de la categorización de un mundo hecho de mundos, ya que no permite ver la complejidad ética, política y económica de un planeta que oscila constantemente entre la colaboración y la pugna, el libre cambio y el proteccionismo, el progresismo y el conservadurismo, el liberalismo y el autoritarismo, incluso dentro de las sociedades que se asumen más democráticas o las consideradas autocráticas. Sin ser definitivos ni autosuficientes, los varios mundos que son el mundo irrumpen en la realidad física y mental para exhibir las contradicciones de un organismo vivo, diverso y cambiante que necesita urgentemente caminos de diálogo y cooperación. Debemos observarlos críticamente para hacer conciencia de lo que nos muestran, pero también de lo que nos ocultan.