Por Arturo González González
La guerra en Ucrania es una y a la vez varias. Se enfrentan los ejércitos regulares de dos países, pero también tropas irregulares de otros actores. Utilizan métodos convencionales, pero también tácticas híbridas. Es un conflicto bélico regional, pero con impacto en todo el orbe. Los involucrados principales son dos gobiernos, pero participan indirectamente decenas más. La conflagración está focalizada, pero el riesgo de escalada acecha como una sombra sobre el globo. Y entre los disparos de fusiles y artillería, de reojo se observa la amenaza nuclear. Es momento de revisar todas las guerras que son la guerra de Ucrania.
La cobertura mediática se ha centrado en las imágenes de una guerra convencional: bombardeos de ciudades desde aviones, ataques con misiles a distancia, despliegue de tanques, batallas en calles y campos… la crónica cruda de una guerra en toda forma. La retórica cambia dependiendo del bando que la profiera. Para Ucrania es una invasión. Para Rusia se trata de una operación militar. Es una guerra. El ejército ruso ha movilizado dentro y fuera de las fronteras ucranianas equipo militar acompañado de unos 200,000 efectivos, es decir, el 20 % de su ejército. Para darnos una idea de lo desigual de esta guerra, el total de tropas regulares ucranianas equivale a ese 20 % que Rusia ha desplegado para su ofensiva. Por eso, Ucrania ha tenido que movilizar a sus reservistas y fuerzas paramilitares. Esta disparidad se repite en la fuerza motorizada terrestre, aérea, naval y de artillería. La superioridad rusa es evidente, por lo que el gobierno ucraniano ha solicitado el apoyo de la OTAN para contar no sólo con material bélico de defensa, que le ha sido brindado ya, sino también equipo ofensivo, que la Alianza Atlántica no quiere proporcionar por temor a entrar en choque directo con la Federación Rusa.
Previa, paralela y perpendicular a la guerra convencional corre una guerra irregular y de insurgencia. Para la mayoría del público la guerra de Ucrania es un conflicto de 2022. No obstante, tiene antecedentes que se remontan ocho años. En 2014, tras las revueltas sociales del Euromaidán, alentadas por Occidente, que terminaron con la caída del régimen prorruso que imperaba en Kiev, Rusia se anexionó Crimea y apoyó la insurgencia en las provincias de Donetsk y Lugansk, en la región del Dombás, en donde buena parte de la población es rusa. Ambas provincias se proclamaron repúblicas autónomas y en febrero fueron reconocidas por Moscú. Desde el principio, los rebeldes separatistas prorrusos fueron combatidos por un grupo paramilitar ucraniano de extrema derecha conocido como Batallón de Azov, que hoy forma parte de la Guardia Nacional de Ucrania y está combatiendo en el Este del país contra los insurgentes y las tropas rusas que los respaldan. Incluso antes de que la guerra convencional estallara entre Rusia y Ucrania, ya existía una guerra irregular en donde participaban, de un lado, una insurgencia armada prorrusa y, del otro, un grupo paramilitar identificado como neonazi.
Como suele ocurrir, la guerra de bombas y balas trae consigo una guerra de propaganda. Pero el conflicto ucraniano ha dejado una novedad: los gobiernos y los medios de comunicación ya no son los únicos difusores (o censores) de información; las plataformas digitales están jugando como nunca un papel preponderante en la construcción de la narrativa bélica. Buena parte de la información que los distintos actores directos o indirectos están vertiendo en las redes es propaganda, de ambos lados, aunque sea más evidente para nosotros en el caso de Rusia. No podemos soslayar que, incluso en los medios que mantienen una línea más independiente en Europa y Norteamérica, el sesgo de la visión occidental está presente. Y la guerra propagandística se ha desnudado aún más con la cancelación de transmisiones y publicaciones de los medios oficiales rusos en Occidente, que han sido sacados del espacio radioeléctrico y el ciberespacio por considerarlos instrumentos políticos del Kremlin. En respuesta, Moscú ha dificultado la tarea de los medios occidentales en Rusia al grado de que la mayoría ha tenido que suspender su cobertura. Pero poco se habla del papel que juegan medios ucranianos que están gozando de amplia difusión en Europa y Norteamérica con todo y que siguen la línea oficial de Kiev. Uno de los puntos críticos de la guerra de propaganda es el uso de la tragedia que viven los civiles para despertar emociones y repartir culpas, junto con las acusaciones por la posible utilización de armas químicas y biológicas.
Otra de las novedades que ha traído este conflicto es la guerra cibernética. Si bien los ataques en el ciberespacio no son nuevos, por primera vez su uso se está observando de forma abierta en una conflagración militar. Antes de la guerra de 2022 se tiene registro de acciones de sabotaje digital a gran escala con algunas acusaciones sobre posibles responsables. Con las hostilidades que iniciaron el 24 de febrero pasado no sólo queda claro que para las fuerzas rusas los hackeos masivos son un recurso bélico más, sino que también en Occidente funcionarios y civiles están promoviendo los ataques cibernéticos para golpear a Rusia y afectar sus capacidades. Levantar hoy la voz para llamar a que el ciberespacio no sea usado con fines militares es, por lo menos, tachado de sospechoso por ambos bandos. Su utilización ya se da por sentado, lo que repercutirá en el futuro de la web que tenderá a ser menos global, menos libre y más sujeta a controles oficiales.
Además de brindar apoyo defensivo a Ucrania, Estados Unidos y sus aliados han emprendido una guerra económica sin precedentes contra Rusia. Pero esta guerra no empezó ahora. Occidente viene aplicando sanciones contra el gobierno y empresas estatales rusas desde 2014, tras la anexión de Crimea. Sanciones que, por cierto, no lograron hundir la economía rusa ni disuadir al Kremlin. No obstante, la magnitud de los castigos aplicados ahora es muy superior. Van desde sanciones a integrantes de la élite política y económica, hasta la expulsión parcial del sistema internacional de pagos, pasando por el bloqueo de activos del gobierno ruso y sus empresas en bancos occidentales, la suspensión de las importaciones de gas y petróleo por parte de EUA y la sustitución gradual del suministro de hidrocarburos rusos en Europa. Estos castigos es la forma que ha encontrado Occidente para tratar de frenar a Rusia sin tener que intervenir directamente en el conflicto. Pero, hay que decirlo, no son garantía de que Moscú vaya a ceder y, en contraste, existe el riesgo de que el gobierno de Putin reaccione de forma radical (¿respuesta nuclear?) si llegara a sentirse acorralado. Lo cierto es que esta guerra económica, junto con todas las demás guerras mencionadas, tendrá un efecto profundo y duradero en el mundo. Ya lo está teniendo.