Lo que hay detrás de los Milei

Por Arturo González González

Javier Milei dice odiar a los políticos de casta… pero se convirtió en uno de ellos para ser presidente de Argentina. Dice odiar al Estado, pero ahora se dispone a dirigirlo. Para ello, conectó con su electorado a través de expresiones viscerales cargadas de disparates que él mismo se encargó de desmentir conforme iba necesitando congraciarse con la deslucida derecha tradicional. Los arrebatos de Milei están en la línea de la estrategia que siguen, con matices, políticos de extrema derecha en el mundo y que podemos llamar populismo visceral. A esta ola pertenecen Donald Trump (EEUU), Boris Johnson (RU), Jair Bolsonaro (Brasil), José Antonio Kast (Chile), Nayib Bukele (El Salvador), Andrzej Duda (Polonia), Giorgia Meloni (Italia), Marine Le Pen (Francia), Tino Chrupalla (Alemania), Santiago Abascal (España) y Geert Wilders, quien también acaba de ganar las elecciones y se convertirá en primer ministro de Países Bajos. Un primer punto que tienen en común es que cuando no se han aliado con la derecha tradicional para ir ganando posiciones, la han desplazado dentro o fuera de los partidos derechistas. Y este fenómeno tiene su historia.

Tras la crisis de rentabilidad del capital en los 70, Ronald Reagan y Margaret Thatcher impulsaron en 1980 desde sus respectivos partidos de derecha el consenso neoliberal. Éste consistió en aplicar reformas en los estados centrales y semiperiféricos de Occidente para disminuir la intervención del Estado en el control del capital y permitir su expansión casi sin regulación dentro y fuera de las fronteras nacionales. El soporte ideológico de estas medidas fue el globalismo neoliberal que cobró fuerza sobre todo después de la caída del bloque comunista en 1990. El globalismo neoliberal vendió la idea de que, tras el fracaso de las utopías colectivistas, el mundo se adentraría irremediablemente en la ruta del capitalismo, el individualismo y el mercado como motor de la sociedad frente a un Estado disminuido en sus capacidades de generar equilibrio social, pero enfocado en hacer prevalecer la propiedad privada y los intereses del capital. Las reformas se aplicaron con notables diferencias en numerosos países, pero en términos generales ayudaron al capital global en su proceso de expansión.

Los partidos socialistas, otrora vinculados a la ideología marxista, transitaron hacia la socialdemocracia para colocarse más cercanos al centro político. El consenso neoliberal fue posible incluso con la alternancia entre partidos de derecha e izquierda, ya que ambos abrazaron por igual las fórmulas de las reformas. En este contexto, el peronista Partido Justicialista encabezado por Carlos Saúl Ménem adoptó en Argentina el plan neoliberal en los 90, el cual condujo al país a la crisis económica, social y política de 1998-2001, una de las peores en la historia del estado sudamericano. Paradójicamente, muchas de las propuestas que hace Milei fueron planteadas por Ménem, con la diferencia de que el hoy presidente electo pretende aplicarlas de golpe y “sin anestesia”.

Pero, a la vuelta de cuatro décadas, el neoliberalismo fracasó como opción económica y política debido, principalmente, a la brecha social que abrió. Y la ultraderecha es la confirmación de ese fracaso. El objetivo central del neoliberalismo fue incrementar la rentabilidad del capital a costa de los derechos sociales conquistados por la clase trabajadora tras la Segunda Guerra Mundial. Para ello había que privatizar activos del Estado y disminuir las capacidades de éste en la generación de bienestar y distribución de la riqueza. En contraparte, las facultades de control y vigilancia del Estado se fortalecieron para contener la ola de descontento que la creciente desigualdad económica generó y tratar de hacer frente por la fuerza al incremento de las capacidades de las redes criminales y terroristas que aprovecharon la desregulación global y los vacíos dejados por el repliegue del Estado social. 

Los procesos de pauperización de las clases medias y de concentración de capital en el 1 % de la población obligaron a varios países a repensar la ecuación, sobre todo luego de la crisis global de 2008-2009, cuando quedó claro que la desregulación de los mercados no produjo el milagro del autoequilibrio, como creyeron los globalistas neoliberales. Más aún, cuando la quiebra llegó, el Estado ya no tenía la capacidad de atender a la población empobrecida mientras los dueños del capital global, que en el pasado habían solicitado la disminución del aparato estatal para poder operar a sus anchas, pedían ahora que ese mismo aparato los rescatase de la ruina. El caldo de cultivo estaba listo para el ascenso de la ultraderecha, que hasta entonces se había mantenido como una expresión casi marginal. Los partidos de derecha tradicional fueron colonizados o sustituidos por ese pensamiento extremista que se vale de la ignorancia, el miedo y el odio para dividir y capitalizar el descontento, en vez de apuntar al verdadero origen del problema: un sistema político-económico que privilegia al capital y que se basa en la desigualdad y la fomenta.

 Durante la globalización neoliberal, los partidos que la impulsaron aparentaban guardar las formas democráticas, proteger libertades y ampliar derechos a minorías. La ultraderecha busca pervertir esas formas, reinterpretar esas libertades y recortar los derechos a favor del capital y la preeminencia del derecho de propiedad. Promueven un Estado débil en lo social, pero fuerte en su aparato represivo. La postura que, con matices, en la superficie comparten estas expresiones radicales de derecha tiende a criminalizar la migración, atacar el discurso de género, asustar con el fantasma del comunismo, denunciar los vicios de la política tradicional –con la que pactan para alcanzar el poder– y criticar al globalismo, pero no al que fomentó el neoliberalismo, sino al que consideran que está representado por la ONU y el derecho internacional. 

Bajo la careta de antisistema, “rebeldes” y libertarios, lo que en realidad buscan los ultraderechistas es terminar de dinamitar el Estado de bienestar, disminuir al mínimo el presupuesto social, entregar al capital privado los activos públicos que quedan, defender o devolver los privilegios a las antiguas élites y someter al Estado a los intereses del capital, una vez más. Por eso el discurso antiestado es una farsa: no quieren que desaparezca la estructura estatal, quieren que ésta esté al servicio casi exclusivo de la propiedad privada, pero no para toda la población, sino de los que más la acumulan. Esa es la libertad que defienden, la de unos cuantos. Por ello, no resulta extraño que mientras se asumen como paladines libertarios, los extremistas de derecha justifiquen con tanta facilidad las dictaduras militares y represivas del siglo XX.

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Arturo G. González

Soy adicto a saber y descubrir algo nuevo todos los días. Me obsesiono con tratar de entender el mundo y la época que me tocó vivir. No puedo escapar a la necesidad de comprender por qué nuestra civilización es como es, y para ello leo noticias, opiniones, artículos de análisis y libros; escucho música y veo cine. Creo que el pasado vive en el presente, y que el presente es la pieza clave del futuro. Te invito a este viaje de pensamiento y descubrimiento cotidiano. Esta es mi visión del mundo.