(Por Arturo González González) De Richard Nixon a Donald Trump, algo ha pasado en los Estados Unidos en los últimos 50 años.
Dos casos separados por medio siglo de cambios
En 1974 el entonces presidente Nixon, que buscaba reelegirse, renunció a su cargo ante el inminente juicio político que lo llevaría a la destitución.
El presidente había sido señalado por obstrucción de la justicia, abuso de poder y desacato al Congreso en el caso relacionado a la irrupción ilegal de cinco hombres vinculados al Comité para la Reelección del Presidente en las oficinas del Comité Nacional Demócrata de Watergate en la capital de EEUU.
En 2024 el expresidente Donald Trump ha sido declarado culpable de 34 cargos por falsificación de registros corporativos en primer grado para ocultar un pago por el silencio de una mujer con la que sostuvo un encuentro sexual.
Además, el mismo expresidente Trump enfrenta otros tres procesos legales: uno por conspiración para defraudar a los EEUU, obstrucción de un procedimiento oficial y conspiración para privar a los votantes de sus derechos, cargos relacionados con el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021.
Otro por la violación de la ley de Organizaciones Corruptas e Influenciadas por Extorsión, la solicitud de violación del juramento de un funcionario público y la presentación de declaraciones falsas, en el caso de presunta interferencia electoral en Georgia.
Y un tercero por el mal manejo de documentos clasificados (encontrados en la casa del expresidente de Mar-a-Lago, Florida) obstrucción de la justicia y violaciones de la Ley de Espionaje.
El contraste es evidente: mientras que Nixon tuvo que dimitir porque incluso gente de su partido le retiró el apoyo, Trump hoy es el favorito para ganar las elecciones del 5 de noviembre con todo y la condena a cuestas y con la posibilidad de ser el primer presidente de EEUU desde la cárcel o bajo libertad condicional.
Mucho más que la «locura» de Trump
Lo que revela el caso Trump es mucho más que la «locura» de un hombre que desafía a la democracia estadounidense, como sus adversarios lo quieren hacer ver desde una visión reduccionista de la realidad.
Los embates del magnate neoyorquino no serían posibles sin el apoyo de otros magnates, que esperan cobrarle los favores; de un partido político, el Republicano, copado por la extrema derecha, y de un amplio sector de la población desencantado del establishment político de las últimas cuatro décadas.
Hay una fractura profunda en EEUU, compuesta de viejas fisuras, pero también de nuevas rupturas.
Cuando Richard Nixon renunció a la presidencia en agosto de 1974, EEUU había terminado ya su ciclo de crecimiento económico sostenido de dos décadas. La crisis del petróleo de 1973 había causado estragos en las finanzas públicas y los bolsillos de los ciudadanos. La era del combustible barato había llegado a su fin.
El Estado estadounidense acusó una pérdida de poder en el mundo en la década de los 70. El hecho de que los miembros de la OPEP hubieran aplicado un embargo contra los países que respaldaron a Israel en la Guerra de Yom Kipur, implicó una acción contestataria hacia la potencia americana, altamente dependiente entonces del petróleo de Oriente Medio.
En 1975 terminó la Guerra de Vietnam con la derrota del bando apoyado por EEUU. Y en 1979 la Revolución Islámica triunfó en Irán para quitar del poder al régimen filoccidental del Sha Reza Pahlavi. Frente a estos descalabros y a una URSS que buscaba expandir su influencia en el mundo, el Estado estadounidense debía ser reformado.
La reforma del Estado estadounidense
A grandes rasgos, Reagan recortó impuestos a las rentas altas y las corporaciones; disminuyó la regulación y el control en industrias; aumentó el gasto militar significativamente; redujo el gasto social de manera considerable; subió las tasas de interés para controlar la inflación y practicó una política de apertura comercial que facilitó la migración de inversiones.
En materia de política exterior, Reagan afianzó la relación con la China comunista, con la que su antecesor James Carter había restablecido relaciones diplomáticas, con el fin de aislar a la URSS y ampliar la brecha del bloque comunista.
Desde el ámbito geopolítico, las reformas de Reagan funcionaron, ya que la URSS no pudo mantener el ritmo y terminó implosionando en el cambio de la década de los 80 a los 90. En el plano macroeconómico, EEUU tuvo un nuevo ciclo de crecimiento.
En lo político, se constituyó un consenso entre las élites empresariales y de los partidos Republicano y Demócrata para mantener la base de la política económica neoliberal sin importar quién ocupara la Casa Blanca.
La mutación de la sociedad estadounidense
Pero en otros aspectos, las reformas tuvieron efectos perjudiciales tales como el aumento del déficit fiscal -principalmente por el gasto militar-, el crecimiento de la deuda y el incremento de la pobreza y la desigualdad, debido a la concentración de riqueza propiciada por la disminución de impuestos y regulaciones y la caída en el gasto social.
Curiosamente, Donald Trump fue uno de los grandes beneficiados del consenso del establishment del que hoy tanto reniega.
Otro efecto de más largo plazo fue la desindustrialización gradual y parcial de EEUU. Con las desregulaciones, la apertura comercial y el restablecimiento de relaciones con China, los capitales y las empresas estadounidenses comenzaron a moverse en dos direcciones: hacia el sur y hacia el oriente.
Y conforme el gigante de Asia se hacía fuerte, prestaba dinero a EEUU para que hiciera frente a su déficit fiscal y mantuviera el nivel de consumo que el “american way of life” demanda.
El Partido Demócrata, históricamente más cercano a las causas de los trabajadores estadounidenses, al apoyar la política neoliberal del Partido Republicano, abandonó su agenda de mejora de las condiciones de la clase media obrera para centrarse en políticas identitarias de reivindicación de las minorías.
Este hecho propició un alejamiento de los sectores proletarios venidos a menos por la desindustrialización y la caída en el gasto social. El resentimiento de dicho sector social se convirtió en el caldo de cultivo del nuevo nacionalismo nativista y xenófobo que el trumpismo canalizó para asaltar desde la extrema derecha al Partido Republicano.
El desprestigio antes de la llegada de Trump
Otros hechos han abonado a la pérdida de prestigio del Estado estadounidense, a la desconfianza en el establishment político y a la polarización social.
La elección presidencial de 2000 puso en entredicho el sistema electoral de EEUU luego de que el demócrata Al Gore ganara el voto popular, pero perdiera ante George W. Bush, quien ganó el voto electoral por un controvertido proceso en Florida, estado gobernado entonces por Jeb Bush, hermano del candidato republicano.
El fantasma de la trampa se posó sobre la democracia electoral estadounidense.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 dejaron una profunda huella en la mente del público de EEUU y del mundo: la gran potencia mundial que parecía ya no tener rival no podía protegerse con su inmenso aparato de defensa. El titán americano había sido herido en el corazón. La reacción del gobierno de Bush fue el autoritarismo y la guerra.
Mientras suspendía libertades y derechos en EEUU, ordenaba invadir Afganistán e Irak, el primero para derrocar a los talibanes, aliados de Al Qaeda, el segundo sobre la base de una mentira: la supuesta existencia de armas de destrucción masiva en manos de Saddam Hussein.
Trump como síntoma de una enfermedad
La Gran Recesión de 2008, producto del estallido de la burbuja inmobiliaria, puso en evidencia que algo en el capitalismo financiero ya no funcionaba. Millones de personas perdieron sus empleos y sus casas. La brecha de la desigualdad se amplió en EEUU, mientras que China continuaba su ascenso industrial y económico.
La señal de que el titán americano tenía ya un rival del tamaño que nunca lo había tenido llegó en 2014, cuando el gigante asiático, que ya lo había rebasado en 2010 en producción industrial, lo superó también en volumen del PIB a paridad de poder adquisitivo. EEUU estaba mutando de primera a segunda potencia industrial y económica.
A lo anterior hay que sumar los escándalos relacionados con flagrantes violaciones a libertades y derechos humanos cometidas por el gobierno de EEUU, tales como los actos de tortura sistemática en las prisiones de Abu Ghraib y Guantánamo, y los programas de espionaje masivo a ciudadanos y líderes políticos dentro y fuera de territorio estadounidense.
Cuando Donald Trump inició su primera campaña electoral en 2016, su país acumulaba desprestigio, desigualdad, polarización, desconfianza y pérdida de poder hegemónico. Y su elección como presidente, en la que ganó el voto electoral pero no el popular, recordó la polémica elección de Bush Jr. de 2000.
Trump no era la causa de la enfermedad, era un síntoma.
En cincuenta años… otro EEUU
Pero como ocurre con los síntomas que agravan ciertas enfermedades, el magnate republicano, desde la presidencia, se encargó de golpear a las instituciones estadounidenses bajo el argumento de una supuesta refundación de los EEUU y el orden mundial, amparado en el descontento de un sector del electorado con el sistema político.
La pandemia agudizó la desconfianza institucional, en buena parte por los disparates proferidos por Trump, quien cerró su primer mandato presidencial sembrando la discordia y azuzando a su base electoral para que tomaran el Capitolio el 6 de enero de 2021 en lo que se considera un intento fallido de golpe de Estado.
El actual presidente, Joseph Biden, no sólo no ha frenado las medidas impulsadas por la presidencia de Trump, sino que las ha profundizado. Tal es el caso de las acciones proteccionistas, la guerra comercial con China y la recuperación de la política industrial.
En el ámbito político interno, la polarización se ha incrementado con dos tendencias claramente opuestas: una progresista, pluralista e identitaria; la otra, conservadora, nativista y xenófoba.
Ante este escenario, la democracia estadounidense parece rebasada. De otra manera no se entiende que el convicto de un delito común, con procesos abiertos por delitos federales, entre ellos, el de defraudar a EEUU, sea favorito para volver a ocupar la presidencia de ese país.
Hace medio siglo, a Nixon sus errores lo hicieron renunciar. Hoy, con cada error, Trump se fortalece. Es otro EEUU.