México nació como Estado nacional soberano el 27 de septiembre de 1821. Es un Estado con apenas 200 años. Lo que había antes no era formalmente México, era otra cosa. La precisión no es ociosa, dada la propensión actual a manosear con fines ideológicos la historia. Otro error común es abordar la independencia de México como un acontecimiento desvinculado de lo que ocurría en el mundo en esos momentos. Hay que insistir en una perspectiva global y geopolítica del nacimiento de nuestro país y su papel en ese contexto.
El Estado mexicano nació cuando la hegemonía británica se estaba afianzando. El Reino Unido acababa de derrotar de manera definitiva, en 1815, al Imperio francés de Napoleón Bonaparte, su rival hegemónico, tras 23 años de Guerras de Coalición y 12 de Guerras Napoleónicas, un conflicto mundial que se libró principalmente en Europa, pero también en América, el Atlántico y el Índico. El Congreso de Viena marcó el inicio de la reorganización del orden mundial bajo el liderazgo británico con la participación de Rusia, Prusia y Austria como coprotagonistas. El objetivo de la coalición triunfante fue restaurar el orden monárquico previo a la Revolución Francesa de 1789 que abrió la puerta al ascenso de Napoleón —quien por cierto moriría en Santa Elena en 1821— y a sus aspiraciones imperiales en detrimento de la nobleza europea del Antiguo Régimen. Uno de los factores de mayor peso en la construcción del liderazgo británico fue la supremacía naval, confirmada tras la batalla de Trafalgar en 1805, que le permitió a la postre construir el imperio más grande de la historia, con posesiones en los cinco continentes.
La política imperial británica tuvo un viraje en la época previa a la guerra de independencia mexicana: primero, su foco de atención pasó de América a Asia Oriental, y, segundo, puso su acento en el libre comercio internacional. Este viraje fue apuntalado por la Revolución Industrial, que le permitió crear un sistema imperial con Gran Bretaña como principal taller del mundo, mientras extraía de sus colonias y periferias las materias primas que necesitaba su pujante industria, y colocaba en las viejas naciones europeas y los nacientes estados americanos sus productos. Es en este momento en el que el eje de la economía mundial comenzó a moverse de la región Asia-Pacífico hacia la Europa atlántica. Por estos años Londres reemplazó a Ámsterdam como centro financiero y comercial, con la acumulación de capitales provenientes de la creciente actividad comercial y el desarrollo de la industria que, a su vez, recibía la reinversión del capital que buscaba una mayor rentabilidad.
China y la India, que durante siglos habían sido grandes focos de civilización, desarrollo económico y poder imperial, se encontraban en franca decadencia alrededor de 1821. Con permiso de la Corona Británica, la Compañía de las Indias Orientales administraba territorios, hacía la guerra y monopolizaba el comercio y la industria en buena parte de la India. Gracias a ello, el Imperio británico pudo revertir el déficit comercial que tenía con el Imperio chino del Gran Qing, quien le vendía té, porcelana y seda y le compraba lana de Gran Bretaña y algodón de la India. La estrategia de usar el tráfico de opio para equilibrar la balanza comercial comenzó a cosechar sus frutos en la década de 1820. La plata con la que los británicos compraban los productos chinos regresaba multiplicada con la venta del opio a China. Al mismo tiempo, casi toda Asia, desde el Mediterráneo oriental hasta las costas meridionales del Pacífico, era golpeada por la pandemia de cólera, la primera de ellas, que duró de 1817 a 1824 causando estragos en la población.
En Europa, la derrota de Francia había dejado el camino libre al Reino Unido —que vivió en 1821 la coronación del extravagante Jorge IV— y sus coligados para reorganizar los poderes. Austria, Prusia y Rusia eran estados monárquicos volcados al dominio territorial de sus entornos inmediatos, por lo que no representaban en la década de los 20 del siglo XIX un peligro para los intereses británicos. En el Egeo, Grecia comenzó en 1821 su lucha para librarse del dominio turco otomano. España, otrora gran potencia, había quedado relegada al papel de potencia de segundo orden incluso antes de la pérdida de la mayoría de su imperio colonial. Un hecho relevante en este sentido es que con todo y que fue uno de los estados triunfadores de las Guerras de la Coalición, gracias a las que, en parte, recuperó su independencia en 1814, no jugó un papel relevante en el reacomodo de poderes que se dio en el Congreso de Viena. En 1821, España se encontraba en pleno Trienio Liberal, periodo en el que rigió la constitución liberal de Cádiz de 1812.
En América, la joven nación de Estados Unidos acababa de apuntalar su independencia —conseguida apenas 40 años atrás— con la guerra que libró contra tropas inglesas y canadienses entre 1812 y 1815. En 1821 la Unión Americana aún no era considerada una potencia, ni siquiera regional, pero en sus entrañas políticas ya se fraguaba el impulso ideológico que la llevaría a establecer una estrategia de expansión territorial y fortalecimiento militar y económico. Eran las vísperas del nacimiento del “América para los americanos” de la famosa Doctrina Monroe (1823), la cual, dicho sea de paso, vino a consolidar la estrategia del Imperio británico de mantener a raya a las potencias europeas que pretendieran recuperar sus dominios en el continente americano. No obstante, eran momentos de crisis: las Guerras Napoleónicas dejaron como secuela una depresión económica en Europa y EUA que alcanzó su punto más grave en 1819, con un colapso financiero que provocó la reestructura de la economía estadounidense.
Y es así como llegamos a México, estado que al conseguir su soberanía el 27 de septiembre de 1821 contaba con una extensión de alrededor de 4.5 millones de km2 y una población de cerca de 6.5 millones de habitantes. El sistema de gobierno con el que nació México fue una monarquía constitucional con la denominación de Imperio, del que Agustín de Iturbide fue presidente de la Junta y de la Regencia, primero, y más tarde emperador. Incluso desde antes de la independencia, el territorio que luego se llamó México se encontraba dentro de los intereses del Imperio británico, como el resto de hispanoamérica. La Nueva España, luego México, fue un importante mercado para los productos británicos además de una rica fuente de metales preciosos, como la plata, que le sirvieron a RU para financiar sus guerras contra Francia, su creciente presencia en Asia Oriental y su intercambio comercial con China. Como buena parte de las nuevas naciones americanas, México se incorporó de inmediato en la estrategia geopolítica y de dominación mundial de la gran potencia hegemónica de la época. México nació como estado periférico, situación que mantiene hasta hoy.