Por Arturo González González
“No será un estadista europeo el que unirá a Europa, Europa será unida por los chinos”. La frase atribuida a Charles de Gaulle resuena con fuerza hoy, tras el terremoto geopolítico que ha causado el presidente francés Emmanuel Macron en su reciente su visita a Pekín. El planteamiento que ha hecho el mandatario galo a su homólogo chino, Xi Jinping, es una vía de ida y vuelta: que China persuada a Rusia para que se siente a negociar la paz con Ucrania, frontera oriental de la Unión Europea, a cambio de la autonomía estratégica de Europa respecto a los intereses de Estados Unidos en Taiwán y la región Indo-Pacífico. A los ojos de los más críticos de la política exterior macronista, el mandatario francés se ha postrado ingenuamente ante el “emperador chino” como en su momento lo hizo con el “zar” Putin, cuando creyó que podía convencerlo de suspender sus planes de invasión a Ucrania. Para los más benevolentes, la propuesta de Macron no sólo es pragmáticamente oportuna, sino también necesaria para dar viabilidad a una Europa comunitaria que se constituya como potencia de equilibrio en un mundo que tira de nuevo a una polarización. Más allá de estos extremos, lo cierto es que el planteamiento de Macron resulta por demás audaz en un momento en el que la UE necesita de la OTAN que Washington encabeza para frenar a Putin, y en el que China impulsa con Rusia la construcción de un nuevo orden mundial que supere la hegemonía estadounidense. Pero esta política macronista no es novedosa, sino que hunde sus raíces en los impulsos de una Francia que desde hace siglos ha aspirado a convertirse en el centro de Europa y, desde ahí, jugar un rol preponderante en la toma de decisiones globales.
Luis XIV buscó hacer de Francia la potencia hegemónica de Europa. No sólo la economía, también la política y las artes eran áreas de competencia entre las monarquías absolutistas de la época. Sus sucesores intentaron replicar su ambición a la par de que los dominios franceses se expandían fuera de Europa. La principal rival de Francia era Inglaterra, con la que se enfrentó en varias ocasiones durante el siglo XVIII en guerras internacionales. Uno de esos conflictos, la Guerra de los Siete Años (1756-1763), tuvo la dimensión de una auténtica guerra mundial y se saldó con la derrota del bando liderado por Francia, que le significó la pérdida de prestigio y posesiones coloniales en América, Asia y África. Lo que los luises intentaron fue construir una gran potencia central que organizara Europa en medio de los nacientes poderes de una Gran Bretaña marítima y parlamentaria y una Rusia territorial y autocrática. Tras la Revolución Francesa, Napoleón intentará nuevamente llevar a Francia a la cúspide a través de guerras e invasiones en Europa que movilizaron en su contra a una pléyade de estados encabezados por el Reino Unido. La derrota de 1815 dejó el camino libre al Imperio británico para construir su hegemonía en Europa, paso previo para liderar el mundo. El papel que jugaría Francia desde entonces sería el de una potencia regional colonialista y con ambiciones muchas veces más grandes que sus capacidades. Por otra parte, Francia no logró mantener el ritmo de desarrollo industrial que alcanzaron RU, Alemania y EUA.
La Primera y Segunda Guerra Mundial significaron no sólo la destrucción de los planes imperialistas alemanes, sino también el agotamiento del orden mundial basado en imperios coloniales. Aunque Francia quedó en el bando triunfador, sus capacidades económicas y políticas quedaron mermadas. Tras la reconstrucción nacional de la postguerra, Charles De Gaulle intentó reposicionar a la república francesa en el naciente mundo bipolar que regían en condominio EUA y la URSS. El reconocimiento del gobierno gaullista a la República Popular China en 1964 se inscribe en la política de colocar a Francia en medio de los extremos de la Guerra Fría. “No se descarta que en el próximo siglo China vuelva a ser lo que fue durante siglos, la mayor potencia del Universo”, decía De Gaulle, quien consideraba a la potencia asiática como el contrapeso de la URSS en el bloque soviético, y a Francia como el contrapeso de EUA en el bloque liberal. Como paso determinante en estas ambiciones, el gobierno francés aceptaba que Taiwán pertenecía a la China comunista y que Pekín era, a partir de entonces, el único régimen legítimo para la interlocución con París.
Detrás de las pretensiones de Macron está toda la carga histórica de un país que ha soñado con la hegemonía en sus más elevados aires o, en su defecto, con ser una potencia regional intermedia y de equilibrio. Hoy la única posibilidad que tiene Francia de volver a marcar la pauta en el concierto internacional es a través de una UE cohesionada y con autonomía estratégica. Para ello, son necesarias dos premisas: que la UE se fortalezca como uno de los tres grandes bloques económicos del mundo, frente a Norteamérica y Asia Oriental; y que Francia mantenga la influencia política dentro de las instituciones comunitarias europeas. Ninguna de las dos premisas se antoja fácil. Si bien es cierto que la UE cuenta con grandes ventajas sobre los demás bloques en materia de integración, se encuentra a la zaga en cuanto a desarrollo industrial y tecnológico con una fuerte dependencia en ese sentido respecto a EUA y China. Además, la Europa comunitaria tiene grandes desafíos frente a sí, como lo son la polarización política y social y la falta de comunión de intereses y valores entre los estados miembros, que le complican los acuerdos para soluciones conjuntas a problemas comunes como la gestión migratoria, crisis demográfica, desigualdad y las amenazas de seguridad en los mundos real y virtual.
Por otro lado, Alemania sigue siendo el motor económico de la UE, lo cual implica que el aparato industrial y financiero más grande de Europa se asienta en uno de los países más ocupados por tropas estadounidenses en el mundo. Francia, en el plano económico, juega un papel de segundo orden y sus problemas estructurales internos no permiten vislumbrar un escenario diferente al menos en la presente década. El gobierno de Macron enfrenta una creciente oposición interna producto de sus decisiones que, aunque anticipadas, resultan impopulares, como la reforma de pensiones. Además, el presidente francés debe lidiar con la desconfianza que genera en Europa Oriental la propuesta de marcar distancia respecto a Washington cuando la única garantía que ven los estados del antiguo bloque comunista ante la amenaza rusa es la OTAN y el enorme aparato de guerra de EUA. Por más audaz que pueda parecer la postura macronista, Europa ya no es el centro del mundo ni Francia el centro de Europa. Y esta es una realidad que a los chinos no les interesa cambiar; a lo mucho, es una ilusión que podrían usar a su favor.