Por Arturo González González
Mientras en Glasgow se discute cómo frenar el deterioro del planeta real, una empresa tecnológica nos propone migrar nuestras vidas a un mundo virtual, un metaverso. Negar el daño que la actividad productiva acelerada le ha hecho a la Tierra en los últimos 200 años es una necedad. Existe consenso sobre las causas del cambio climático provocado por el ser humano y las consecuencias de no actuar para frenarlo. Pero no lo hay en lo que se tiene que hacer para evitar un aumento catastrófico de la temperatura promedio del planeta. Incluso cada vez hay más voces que apuntan a que el desastre es ya irreversible, que hemos cruzado los puntos de no retorno y que las acciones que apliquemos serán sólo para mitigar los efectos y administrar la catástrofe de la mejor manera posible.
La Revolución Industrial abrió la puerta al mundo moderno de la sustitución de la fuerza humana y animal por máquinas de combustión para producir más y de forma más rápida, y poder transportar lo producido de manera más veloz. Un mundo moderno hambriento de energía para crear, consumir y moverse. Energía que surge de la quema de carbón e hidrocarburos. La Revolución Industrial es hija del capitalismo, un sistema económico que necesita del constante incremento de la rentabilidad del capital para la acumulación de excedentes. Si en el Renacimiento estos excedentes se invirtieron en arte, finanzas y fortalecimiento del Estado, en la era de la Ilustración se destinaron a la creación de inventos que potenciaran la rentabilidad del capital.
Así comenzó la carrera de la producción acelerada. El dinero que se obtenía por medios tradicionales —agricultura y talleres—, se invirtió en máquinas que aumentaran la producción de bienes para la cual se requería la expansión de mercados de venta. Dichos mercados demandaron cada vez más bienes y las ganancias obtenidas se acumularon para ser reinvertidas en producir más y alimentar mercados financieros que generaran mayores rentas para otro tipo de capitalistas. La antigua sociedad agrícola de la escasez se transformó en la nueva sociedad industrial del consumo. El costo de la enorme cantidad de artículos disponibles en los países desarrollados y emergentes, y de los aumentos en la velocidad de producción y transporte, ha sido el daño sin precedentes al ecosistema planetario producto de la deforestación y la emisión de gases de efecto invernadero.
Para los activistas las propuestas de los gobiernos en la cumbre de Glasgow resultan, en general, insuficientes y hasta ridículas. Y no les falta razón. Hablar de disminuir este o aquel porcentaje el uso de carbón o petróleo, el alcance de la ganadería intensiva y la deforestación de bosques y selvas, es una actitud pichicata frente a un desafío del que depende el equilibrio del planeta. Los golpes de pecho y las autoflagelaciones son las constantes en las cumbres junto con el regateo en los compromisos y la falta de voluntad verdadera para cumplirlos. Se enuncian los qué, pero no los cómo, y los acuerdos no son vinculantes. Mientras que el diagnóstico nos habla de que es necesario un cambio profundo en nuestra forma de vida, producción y consumo, gobiernos y empresas discuten sobre bajar o subir los porcentajes a recortar en las emisiones.
En medio de este universo real planetario nuestro que se descompone, surge la idea de un multimillonario de crear un metaverso, un universo virtual. Si atendemos a la etimología griega, lo que propone Mark Zuckerberg es ir “más allá” del universo físico y poner nuestra vida dentro de una realidad virtual y “aumentada”. La propuesta es que los futuros habitantes del mundo fantástico Meta (antes Facebook) creen avatares y espacios virtuales para trabajar, estudiar, convivir y, sobre todo, comprar en la nueva plataforma. Es decir, que abandonemos al menos parcialmente este mundo material descompuesto por los afanes de más producción, consumo, novedad y riqueza concentrada, para “vivir” en un mundo inmaterial en donde, sólo en teoría, nosotros tenemos el “control”. El salto es tan grande como irónico.
Desde la invención de la escritura y los libros hasta el desarrollo de los medios electrónicos, la humanidad había buscado externalizar sus capacidades de memoria y comunicación para hacerlas más eficientes. Un libro, parafraseando a Borges, es una extensión de la mente humana. Gracias a este invento, nuestras civilizaciones han podido “recordar” de forma colectiva infinitamente muchas más cosas que antes de la escritura. La prensa, la radio, el cine y la televisión nos permitieron acelerar el proceso de difusión de conocimiento. La mayor parte de nuestra historia cultural ha estado marcada por la idea de trasladar facultades de nuestro cerebro a objetos e ingenios externos. Pero desde el nacimiento de internet, el proceso se está invirtiendo.
Hoy somos nosotros los que nos trasladamos virtualmente a la interfaz de los nuevos ingenios. Lo que antes sólo ocurría en nuestra imaginación —por ejemplo, al leer una novela— ahora es posible hacerlo observando y sintiendo gracias a los dispositivos conectados a una plataforma digital. Esta es la apuesta de Meta: llevar al extremo las posibilidades planteadas desde el nacimiento de la internet. Si hoy con las redes sociales ya existen casos de personas que tienen dos vidas, la digital y la real, en el metaverso el fenómeno será aún más evidente. Un usuario podrá viajar, ir de compras, visitar a sus amigos y asistir a un centro de trabajo, estudio o esparcimiento sin tener que salir de su casa. Atractivo, ¿no? La pregunta es ¿a qué costo?
Más allá de las implicaciones cognitivas, emocionales y sociales que seguro tendrá el metaverso —y de las que ya se habla en otros foros—, hay graves consecuencias ambientales para soportar el mundo feliz de Zuckerberg. Por alguna extraña razón no son pocos los que creen que el mundo de la tecnología digital tiene impacto nulo o mínimo sobre el ecosistema planetario. Incluso, es común que se venda como alternativa al modelo económico actual. Pero esta visión ignora un hecho: el universo digital es hijo del sistema de producción y consumo que ha provocado el calentamiento global antropogénico y, como tal, deja una huella en el medio ambiente.
Las tecnologías de la información contaminan hoy 1.5 veces más que el transporte aéreo, y se espera que el impacto aumente considerablemente en esta década. Y es que para que los mensajes, fotos, videos, juegos, transacciones, navegaciones, consultas, anuncios, descargas y reproducciones que forman parte de nuestra vida digital cotidiana puedan existir, ha sido necesario seguir quemando combustibles fósiles para producir, transportar y vender los dispositivos, generar la energía que requieren para funcionar y desechar toneladas de basura electrónica para seguir alimentando a una industria que se basa en la novedad. Bienvenidos al mundo mágico de Mark.