(Por Arturo González González) Los países de América hoy se pueden dividir en tres grupos: los que ven a China como un problema, los que la ven como un socio necesario y los que están en medio de ambas posturas.
México pertenece a este último grupo. Y dada su situación, debe tomar decisiones. El asunto es saber cuáles.
Ha formado un gabinete con hombres duros y críticos con el gigante de Asia como Marco Rubio en la Secretaría de Estado, Michael Waltz como consejero de Seguridad Nacional y Jamieson Greer en Comercio, uno de los artífices de la primera guerra comercial con China.
Mientras tanto, el presidente chino Xi Jinping sigue proyectando a su país en Latinoamérica. Hace unas semanas visitó Perú para inaugurar el puerto marítimo de Chancay, a 80 kilómetros al norte de Lima.
Se trata de una obra de 3,400 millones de dólares para hacer del puerto el “principal nodo marítimo de América Latina” bajo el control exclusivo de la naviera estatal china COSCO.
Chancay es una etapa más de la Nueva Ruta de la Seda que desde 2014 Pekín impulsa en todo el mundo para conectar sus fábricas con mercados donde colocar sus productos, y con fuentes de energía y materias primas.
El nuevo puerto se conectaría con el Corredor Bioceánico a través del Camino Inca. El Corredor Bioceánico permitirá unir a Sudamérica de forma horizontal desde la costa del Pacífico hasta la del Atlántico.
El Camino Inca haría lo propio de forma vertical desde Ecuador hasta Chile. La consolidación de la hegemonía económica de China en Sudamérica. A Trump 2.0 no le gustan estos planes.
Pero la presencia china en América es una cuestión que data de siglos.
China y América en la primera globalización
La gran potencia de Asia es una civilización en sí misma, con una tradición histórica cultural de unos cuatro mil años y una formación estatal imperial más o menos regular que data de hace 2,245 años.
Hoy se reconoce a la legendaria dinastía Xia como la primera que formó una estructura política, alrededor del año 2070 a. C. Y a la dinastía Qin como la primera que creó un estado imperial, en el año 221 a. C.
En América, los únicos países que pueden “competir” con China por tradición histórica y cultural son los ubicados en los territorios mesoamericanos y andinos con las múltiples civilizaciones que se desarrollaron a lo largo de 2,700 años hasta el arribo de los europeos.
En la segunda mitad del siglo XVI, el Imperio español construyó una extensa ruta comercial que conectaba Asia oriental con la Europa atlántica a través de América.
La Nao de China hacía uno o dos viajes al año con productos del Imperio ming y las Islas de la Especias que llegaban al puerto de Acapulco en la Nueva España.
Dichas mercancías eran trasladadas por tierra de Acapulco a Veracruz, donde zarpaba la Flota de Indias con destino a Sevilla.
El territorio que hoy es México era el centro de esa globalización. Hoy lo puede ser de la nueva globalización del siglo XXI. Pero existen complicaciones. Los recelos de Estados Unidos hacia la presencia china en América son algunas de ellas.
El interés de Pekín por Latinoamérica
La presencia china en América Latina y el Caribe se ha fortalecido en los últimos 15 años.
Hace dos décadas, prácticamente todos los países del continente americano comerciaban más con Estados Unidos que con China, una forma de mantener vigente la Doctrina Monroe con la que el titán de América del Norte construyó la hegemonía regional que fue la base de su hegemonía global.
Hoy la situación es diferente. De los 24 países principales de América Latina y el Caribe, siete tienen a China como primer proveedor y 15 como el segundo. Para diez estados de la región, China está entre sus tres principales clientes.
La consolidación de la presencia comercial del gigante asiático se ha dado sobre todo en Sudamérica, pero ha crecido incluso en Centroamérica y México.
El creciente intercambio comercial provee a China de materias primas y alimentos, mientras coloca sus manufacturas avanzadas (teléfonos, computadoras, autos de combustión y eléctricos) en un mercado de casi 640 millones de personas.
Y no se trata sólo de lo que los países de la región compran o venden a China. La inversión directa o indirecta y la estrategia diplomática son componentes importantes de la visión de Pekín en América.
La inversión extranjera directa proveniente de China en América Latina se ha multiplicado por 17 en los últimos 20 años, y representa aproximadamente el 10 % del total de la inversión del mundo.
Pero se ha descubierto que la inversión china no llega siempre por los canales formales y oficiales, de manera que hay un subregistro.
Muchas empresas chinas optan por establecer alianzas con empresarios latinoamericanos para ser albergadas como compañías nacionales y no extranjeras. La estrategia se ha impulsado más en los últimos años debido a la guerra comercial iniciada por Estados Unidos.
Hace una década y media la inversión china llegada a la región tenía principalmente el rostro de préstamos u obras de infraestructura. Hoy se ha diversificado y empresas manufactureras del gigante asiático se internacionalizan para externalizar en Latinoamérica sus procesos de producción con miras a brincar las barreras arancelarias impuestas por Estados Unidos y la Unión Europea.
Comercio e inversión ¿a cambio de qué?
El comercio y la inversión con América Latina no sólo sirve a China en el plano económico.
Una de las principales estrategias geopolíticas de Pekín es la disminución del reconocimiento internacional a Taiwán como estado independiente. En el mundo ya sólo quedan 13 países que reconocen a la isla como nación soberana. En América Latina son siete.
Los productos baratos y el dinero de China se han vuelto poderosos incentivos para hacer ajustes diplomáticos. El aislamiento de Taipéi es una fase vital en el objetivo a mediano plazo de Pekín para hacerse con el control total de la isla.
Las razones son múltiples.
Revisionismo histórico: el gigante de Asia necesita corregir la realidad de la existencia de dos Chinas.
Interés geopolítico: el control total sobre Taiwán es la fase crucial de la hegemonía china en Asia Pacífico.
Cuestión económica: las empresas radicadas en la isla de Formosa son las principales proveedoras mundiales de chips, bienes indispensables para la industria tecnológica global.
Por eso, a Estados Unidos, y menos a Trump 2.0, le gusta el aislamiento de Taiwán.
México, entre China y Estados Unidos
De todos los países de América Latina, el que está en una posición más incómoda entre China y Estados Unidos es México. Nuestra nación es la principal socia comercial del titán americano, con quien tiene una relación de privilegio gracias al T-MEC.
Pero México se ha convertido también en el trampolín de China para entrar en el jugoso mercado norteamericano. Además, los ingredientes activos que se usan en México para fabricar fentanilo y otras drogas que intoxican a la sociedad estadounidense provienen del gigante de Asia.
El comercio y la relación económica entre China y nuestro país se ha fortalecido en los últimos diez años. La guerra comercial ha tenido algo que ver.
Las importaciones en México desde China se quintuplicaron entre 2006 y 2022 y ya representan una quinta parte del total de las importaciones mexicanas.
Las exportaciones de México a China en el mismo periodo se multiplicaron por 6.5, aunque siguen siendo bajas en comparación con las exportaciones a Estados Unidos y Canadá.
El nearshoring ha impulsado el comercio, pero, sobre todo, el flujo de inversión. Según CBRE, el 40 % de la demanda de superficie industrial por el nearshoring en México es de empresas chinas.
Y de acuerdo con Data México, entre enero de 2023 y septiembre de 2024, China se colocó como el segundo país con más anuncios de inversión en nuestro país, detrás de Estados Unidos.
A Trump y, por lo visto, a algunos en Canadá, no les gusta la creciente relación de México con China. Por eso es pertinente hacernos una pregunta: ¿qué vamos a hacer con China?
Antes de responder a esta pregunta, pongamos algunas cosas en claro.
Distancias históricas
Es necesario revisar varios hitos en la historia entre el gigante asiático y el trío norteamericano para comprender la esencia de eso que llaman “problema China”.
El estado continental chino actual es producto de dos revoluciones: la de 1911 y la de 1949. La primera transformó al imperio en una república. La segunda transformó a la república nacionalista en una república comunista. Lo que sobrevivió de la república nacionalista se confinó en Taiwán.
Por su parte, Estados Unidos y México son producto de sendas revoluciones, la de 1776 y la de 1810, respectivamente, con las que consiguen su independencia.
La soberanía plena del Canadá es un proceso largo de más de un siglo que comienza en 1867 y culmina en 1982 con la patriación de su constitución, cuya facultad de reforma aún estaba en manos del Parlamento británico.
China es un estado unitario oficialmente comunista de partido único con una “economía socialista de mercado” que combina una fuerte intervención estatal con aspectos de libre mercado.
En Norteamérica tenemos tres estados federales –uno de ellos, Canadá, constituido como monarquía parlamentaria, y los otros dos como repúblicas presidencialistas– con sistemas democráticos liberales multipartidistas y economías capitalistas.
El acercamiento entre Norteamérica y China
Las relaciones entre el gigante de Asia y los países de América del Norte se remontan a la década de los 70. Un paso determinante para dicho acercamiento fue la Resolución 2758 de las Naciones Unidas que reconoció a la República Popular como única representante de China en la organización.
Tras dos décadas de distanciamiento, en febrero de 1972 el entonces presidente estadounidense Richard Nixon visitó Pekín, en donde lo recibió Mao Tse-Tung, a la sazón presidente del Partido Comunista de China y líder supremo de la república popular.
El encuentro formó parte de una gran jugada geopolítica. Washington quería aprovechar la ruptura de 1969 entre China y la Unión Soviética para dividir y debilitar al bloque comunista.
Pekín, por su parte, quería romper su aislamiento y avanzar en el reconocimiento internacional frente al régimen nacionalista radicado en Taiwán.
A la postre, el movimiento rindió frutos a ambos: la URSS se hundió gradualmente hasta el colapso y la China comunista aumentó su reconocimiento en el mundo.
El mismo mes de la visita de Nixon, México y la China comunista establecieron relaciones diplomáticas. En 1973, el entonces presidente Luis Echeverría siguió los pasos de Nixon y visitó Pekín, en donde se reunió también con Mao.
Ese mismo año, el entonces primer ministro de Canadá, Pierre Trudeau –por cierto, padre del actual premier, Justin– viajó también a China para fortalecer los lazos que habían comenzado a construirse en 1970.
Visto a la distancia, la diplomacia norteamericana estaba alineada con el mismo objetivo: acercarse al país más poblado del planeta en medio de una Guerra Fría que dividía al mundo. El acercamiento fue muy bien aprovechado por China, pero también por América del Norte, principalmente Estados Unidos y Canadá.
Reforma económica e hiperglobalización
En 1978 ocurrieron dos hitos sin los cuales es imposible entender la situación actual de China en el mundo. El 15 de diciembre de ese año los gobiernos de China y Estados Unidos acordaron establecer relaciones diplomáticas plenas y formales a partir del 1 de enero de 1979.
Tres días después del anuncio, el 18 de diciembre, Deng Xiaoping, a la sazón líder supremo de China, inició con las reformas económicas para transformar la economía cerrada y planificada de su país en una economía socialista de mercado más abierta.
Fue el inicio del despegue industrial y comercial del gigante asiático. Despegue que no hubiera sido posible sin las reformas, pero tampoco sin el acercamiento a Estados Unidos.
Poco a poco los capitales internacionales comenzaron a fluir a China, mientras los productos “made in China” empezaban a llegar al mercado global. Primero copias y baratijas, luego artículos más sofisticados.
Para la década de los 90 las grandes capacidades de la industria china eran un hecho y se hablaba ya del gigante de Asia como la potencia del siglo XXI.
El ascenso del estado asiático ocurre a la par de la creación del consenso globalista neoliberal impulsado por Estados Unidos y Reino Unido.
El objetivo de ambos países occidentales era superar la crisis y el estancamiento de los años 70 a través del fomento de la mayor rentabilidad para sus inversiones.
Y no había un sitio más rentable que China, gracias a sus bajísimos costos productivos y al férreo control que el Partido Comunista ejercía sobre la población y la mano de obra.
China como potencia económica
La consolidación del proceso de apertura se dio en diciembre de 2001, cuando el gigante asiático fue admitido en la Organización Mundial del Comercio (OMC). Al no ser una economía plena de libre mercado, China no cumplía los requisitos para unirse.
No obstante, Estados Unidos impulsó su incorporación por los grandes beneficios que aportaría al capital, entre ellos, una mayor apertura del enorme mercado laboral chino a las inversiones occidentales.
Y el flujo de inversión y la llegada de empresas a China se dieron incluso pasando por alto la falta de libertades, lo cual demuestra que cuando hay posibilidad de pingües ganancias, el gran capital puede reprimir sin problemas sus escrúpulos democráticos.
El acercamiento de América del Norte, principalmente Estados Unidos, inyectó gasolina a la reforma económica china. La reforma catapultó la economía china y la volvió atractiva a los ojos del gran capital.
El ingreso de China en la OMC consolidó su ascenso a la cúspide de la economía global al convertirse en la gran fábrica del mundo, a costa de la desindustrialización de las principales potencias de Occidente.
Esta última es una de las causas centrales de la guerra comercial, aunque no la única.
Desde Estados Unidos y Canadá se critica a México por su relación de comercio e inversión con China. Pero, por mucho, no es México el mayor socio de la potencia asiática.
¿De quién es el problema?
En 2023, con todo y guerra comercial, Estados Unidos importó desde China bienes de consumo por un valor de 427 mil 200 millones de dólares (mdd).
En el mismo año, México importó desde China bienes de consumo por un valor de 113 mil 650 mdd, una cuarta parte de las importaciones chinas de Estados Unidos.
También en 2023 Canadá importó desde China productos por un valor de 89 mil 210 mdd, es decir, apenas 21 % menos que las importaciones chinas que recibió México.
¿Qué le compran “los tres amigos” de América del Norte a China? Principalmente teléfonos, computadoras, vehículos y/o autopartes, maquinaria y/o piezas y artefactos de iluminación. O sea, aquello que es mucho más caro producir en Norteamérica.
Pero China no sólo es importante como proveedor, también lo es como inversor. Y, nuevamente, no es México el primer receptor de esa inversión en América del Norte.
Estados Unidos recibió el año pasado 6,910 mdd de inversión extranjera directa, mientras que México recibió apenas 1,080 mdd, es decir, una sexta parte.
Si observamos los principales destinos de fusiones y adquisiciones chinas en el extranjero, Canadá y Estados Unidos aparecen como primero y segundo lugar con 5,700 mdd y 4,200 mdd, respectivamente. México ni siquiera figura en el top 10.
Es cierto que América del Norte debe hacer frente común para fortalecer su economía de cara al crecimiento de Asia Pacífico.
También es cierto que México debe establecer un plan para sustituir importaciones y, de hecho, ya lo tiene.
Cierto es además que México debe establecer mayores controles a la inversión china que muchas veces no llega por los canales formales.
Pero es igual de cierto que si China es un problema, lo es antes para Estados Unidos y Canadá que para México por la relación de comercio e inversión que esos países tienen con el gigante de Asia.
Ahora sí, ¿qué hacemos con China?
Trump 2.0 va a aplicar más aranceles a los productos provenientes de China. Canadá hará lo mismo. Washington y Ottawa quieren que México siga sus pasos. En algunos productos, como el acero, ya lo ha hecho.
Pero, sobre todo, Trump 2.0 quiere bloquear los productos fabricados en México por empresas chinas. No es difícil suponer que este asunto será uno de los más espinosos en la renegociación del Tratado México-Estados Unidos-Canadá, cuyas mesas de consulta iniciarán el segundo semestre de 2025.
México está frente a un gran reto, pero también ante una enorme oportunidad. Si nuestro país desea mantener la relación de privilegio con su vecino del norte, necesita establecer reglas claras a la inversión china.
Los productos manufacturados en México por compañías del gigante de Asia deberán estar destinados al mercado mexicano y latinoamericano. A la par, se debe ofrecer garantías a la inversión estadounidense con miras a abastecer al mercado norteamericano.
Sin embargo, la principal tarea está en otra parte. México no puede ser sólo un instrumento de los intereses económicos de Estados Unidos y/o China.
México debe construir su propia plataforma de crecimiento y desarrollo. Sustituyendo importaciones, sí, como ya lo plantea la política industrial del gobierno de Claudia Sheinbaum.
Pero, sobre todo, apostando fuerte a la investigación, el desarrollo y la innovación (I+D+i). Nuestro futuro, creo, no puede ser sólo manufacturar a terceros. México debe manufacturar sus propias marcas para generar su propio valor.