Sobre la quiebra del orden mundial de Occidente

La quiebra moral de Occidente

(Por Arturo González González) Seamos conscientes o no, asistimos al desmoronamiento del orden mundial creado por Occidente. Y no son ataques externos la causa principal de su colapso. 

Occidente se derrumba desde adentro. Es una implosión desencadenada por fuerzas internas que, voluntaria o involuntariamente, hacen sinergia con fuerzas externas. 

¿Qué es Occidente?

Occidente es un concepto histórico y geopolítico. Alguna vez, hace mucho tiempo, significó la parte oeste del Imperio romano.

Luego, cuando los imperios europeos se embarcaron en la conquista del orbe en el siglo XVI, se volvió sinónimo de la Europa cristiana. 

Y ya en la segunda mitad el siglo XX Occidente equivalía al “mundo libre”: la Europa no comunista, Norteamérica y poco más allá.

Nos guste o no, en América Latina tenemos la herencia de Occidente. Las ideas de la Ilustración insuflaron a los libertadores a construir estados soberanos republicanos. 

Nuestra visión del mundo está impregnada de las ideologías de Occidente. En parte somos hijos de Occidente.

La naturaleza del fracaso del modelo occidental no es económica ni política, en primera instancia. Es primordialmente moral e intelectual, como lo afirma Pankaj Mishra en su artículo para El País, Gaza, Occidente no se entera de nada

Que Washington, Londres y Bruselas denuncien con vehemencia la invasión de Rusia a Ucrania mientras permiten a Israel desplegar una guerra de exterminio contra Palestina y Líbano es evidencia de ese fracaso moral e intelectual. 

Pero es imposible no ver los límites implícitos en el orden internacional concebido por Occidente. Para observarlos debemos repasar primero los pilares de dicho orden. 

Los cuatro pilares de Occidente

Tras la descomunal tragedia colectiva que fue la Segunda Guerra Mundial –que fue, en esencia, un conflicto entre potencias occidentales u occidentalizadas–, Estados Unidos lideró la creación de un nuevo mundo. 

El orden propuesto por el nuevo hegemón global se basó en principio en el respeto de la soberanía nacional de los estados y en la universalidad de los Derechos Humanos. 

Ningún país tenía el derecho de invadir a otro. Ningún gobierno debía violentar los derechos individuales y sociales de los ciudadanos. El triunfo de la razón en el orden internacional.

Tras la caída del bloque comunista al final de la Guerra Fría, se sumaron a esas dos premisas la democracia liberal y el capitalismo como paradigmas de una globalización proclamada como el fin de la historia (Francis Fukuyama dixit). 

Democracia liberal significa elecciones libres con sufragio universal y sistema de partidos. Capitalismo globalista quiere decir apertura de fronteras al libre flujo del capital y las mercancías. Voto y consumo para todos.

Pero hoy justamente esos cuatro pilares se resquebrajan como producto de las contradicciones de Occidente y su incomprensión en su relación con el resto del mundo. 

Y no, no es a partir de la pandemia que ocurre. Las raíces más claras del desmoronamiento las podemos encontrar en los albores del siglo XXI, con la guerra mundial contra el terrorismo, como bien lo menciona Mishra. 

Con el pretexto de la guerra contra el terrorismo, el gobierno de Estados Unidos invadió estados soberanos y conculcó derechos y garantías (la ley patriota, por ejemplo) dentro y fuera de sus fronteras.

Tras la Gran Recesión de 2008-2009, el libre comercio mundial comienza a toparse con políticas proteccionistas mientras sectores radicalizados de las sociedades occidentales ponen en duda la pertinencia de las instituciones democráticas.

Pero para entender mejor, veamos las limitaciones y contradicciones de cada uno de esos cuatro pilares del orden mundial liderado por Occidente

El regreso de la ley de los más fuertes

La idea del respeto a la soberanía nacional de los estados era evitar que se repitieran conflictos a gran escala. Sin embargo, su aplicación se pavimentó con limitaciones estructurales que cubrían las contradicciones del sistema. 

La herencia colonial que persiste en muchas regiones del mundo es una de las limitaciones más notorias. Las potencias occidentales, por un lado, se presentan como guardianes de la paz mundial, la estabilidad global y el orden internacional basado en (sus) reglas. 

Pero, por otro lado, mantienen sus intereses estratégicos y económicos en excolonias e intervienen directa o indirectamente cuando los ven amenazados. 

En el papel, todos los estados son iguales y merecen el mismo respeto. En realidad funciona una jerarquía. La soberanía plena se reserva para las potencias occidentales y sus aliados; para el resto del mundo, es condicional.

Además está el caso del desequilibrio en el Consejo de Seguridad de la ONU. Cinco potencias tienen derecho de veto. Nada se hace si los “cinco grandes” (Estados Unidos, China, Rusia, Reino Unido y Francia) no lo aprueban de forma unánime. 

Este sistema favorece a los países con más poder militar y crea una estructura global que tiende a paralizar las acciones colectivas en situaciones críticas. 

Los ejemplos se acumulan: las intervenciones en Irak y Afganistán, la inacción en Palestina y Líbano y las diferentes respuestas a crisis en Ucrania y Siria. 

El pilar de la soberanía nacional se desmorona porque Occidente lo utiliza a conveniencia. Y otras potencias, hoy rivales de Occidente, están haciendo lo mismo.

Derechos, sí, pero ¿para cuáles humanos? 

La falla es de origen. Los Derechos Humanos son universales, pero corresponde a los estados nacionales respetarlos y hacerlos respetar. Y ¿si no quieren? 

Ocurre que los Derechos Humanos hoy son un campo de batalla de interpretaciones ideológicas y aplicaciones selectivas. 

En el discurso políticamente correcto estos derechos son inalienables y parejos para todos los seres humanos. En la práctica, que se cumplan o no depende de las prioridades políticas y económicas de los estados. 

Un ejemplo es la respuesta a las violaciones de Derechos Humanos en diferentes contextos: mientras que algunas crisis, como la de Siria y Ucrania reciben atención internacional, otras, como las de Yemen o Palestina, son ignoradas o minimizadas.

Otro ejemplo es el tratamiento diferenciado que dan los estados nacionales a los migrantes. 

Mientras que algunos fortalecen sus estructuras de asilo, recepción y adaptación de inmigrantes, cada vez más estados se dejan llevar por las agendas nacionalistas y xenófobas de partidos de extrema derecha que pasan por alto los Derechos Humanos de la población que se ve obligada a emigrar de sus países.

El concepto mismo de “universalidad” se pone en duda en la medida en que derechos individuales a menudo chocan con derechos colectivos o con las normativas culturales de algunas sociedades. 

Y es que el proyecto occidental de universalizar sus valores no consideró las diferencias culturales y los sistemas de valores que no se alinean con la concepción liberal. 

La democracia que quiso Occidente

La democracia liberal iba a asegurar la estabilidad y la justicia en todo el mundo… hasta que las limitaciones del sistema salieron a flote. 

En culturas con tradiciones distintas a la liberal el ensayo democrático abdicó en el fortalecimiento de movimientos autoritarios o populistas que cuestionan la eficacia del modelo que concibe Occidente. 

Los intentos de “democratizar” naciones a través de intervenciones militares o presión internacional, como en Irak, Afganistán o Siria, han derivado en desastre. La pérdida de legitimidad de este pilar de Occidente es una consecuencia de ello.

Pero las contradicciones más importantes son las que se dan en el seno de las sociedades occidentales. La creciente desconexión entre una clase política elitista y un electorado diverso y polarizado provoca tensiones que ponen en jaque el sistema. 

En una sociedad descreída de los partidos tradicionales, los líderes populistas iliberales proliferan. Hace 40 años quién iba a pensar que en el corazón mismo de Occidente un personaje como Donald Trump llegaría a ser presidente. O que los movimientos nacionalistas en Europa regresarían con fuerza al escenario electoral. 

Son síntomas de que la democracia liberal no garantiza la representación de los intereses populares. El ascenso de estas figuras exhibe la crisis interna del sistema democrático: ciudadanos desilusionados con un modelo que perciben como disfuncional y corrupto.

El regreso del proteccionismo 

La promesa del capitalismo globalista fue un crecimiento económico constante, la expansión de los mercados globales y la caída en cascada de la riqueza a todas las capas de la población. 

La fórmula era sencilla: abre las fronteras al capital y las mercancías. Reforma tus leyes. Beneficia a las empresas. Recibe con incentivos a los inversionistas. Protege sus inversiones.

Pero la fórmula se estrelló con los límites físicos del planeta y la resistencia cultural de muchas sociedades a mercantilizar todos los aspectos de la vida. 

Además, la creciente desigualdad, exacerbada por la concentración de la riqueza en la élite global, abrió de capa la fragilidad del sistema. En adición, las cadenas globales del comercio se mostraron altamente vulnerables. 

La pandemia de Covid-19 nos recordó de la peor manera que este modelo económico deja a la mayoría de la población en condiciones de precariedad e incertidumbre, mientras los más ricos se benefician de las crisis globales.

Y es esta la contradicción más evidente del capitalismo globalista: depende de la desigualdad para funcionar. La promesa de que los beneficios del crecimiento económico eventualmente se repartirán equitativamente es fantasía. 

Los instrumentos que facilitarían la prosperidad para todos, como el libre comercio y la desregulación financiera, consolidaron en realidad un orden en el que las ganancias se acumulan en manos de los menos. 

Esta contradicción ha generado una resistencia global que se manifiesta en movimientos anticapitalistas, proteccionistas y ecologistas, que cuestionan la viabilidad del modelo económico occidental. 

El calentamiento global es la alerta más sonora de que el modelo es inviable. No hay planeta que soporte el nivel de consumo que promete el capitalismo globalista. Los más ricos ya apuntan a las estrellas.

El orden mundial impulsado por Occidente está cayendo por el peso de las diferencias culturales, las limitaciones económicas y ecológicas y, sobre todo, las profundas contradicciones internas de su propio sistema. 

Mientras persista la desconexión entre el discurso y la realidad, el desmoronamiento del orden internacional de corte occidental no hará más que precipitarse.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.

Arturo G. González

Soy adicto a saber y descubrir algo nuevo todos los días. Me obsesiono con tratar de entender el mundo y la época que me tocó vivir. No puedo escapar a la necesidad de comprender por qué nuestra civilización es como es, y para ello leo noticias, opiniones, artículos de análisis y libros; escucho música y veo cine. Creo que el pasado vive en el presente, y que el presente es la pieza clave del futuro. Te invito a este viaje de pensamiento y descubrimiento cotidiano. Esta es mi visión del mundo.