En los días del cambio del segundo al tercer milenio, dos corrientes sobre la globalización recorrían el mundo y chocaban entre sí.
Estaban los apologetas de la integración del orbe en un solo mercado: los globalifílicos. Eran principalmente políticos casados con la doctrina neoliberal de la apertura de fronteras para las mercancías y el capital. Dueños y directivos de empresas trasnacionales, principalmente de Occidente, que aprovecharon la coyuntura del neoliberalismo para expandir sus operaciones bajo el paradigma de la alta rentabilidad del capital.
Había también entre los globalifílicos intelectuales, liberales y conservadores, que pregonaron que, tras la caída del bloque comunista, el fin de la historia era tan real como la desaparición de las ideologías. Por ignorancia o conveniencia, pasaron por alto que su propia concepción “escato-histórica” era una ideología. Como aquél que renegaba del ejercicio de la política sin percatarse de que su rechazo era precisamente una actitud política.
Del otro lado estaban los críticos de la globalización. Bautizados como globalifóbicos, se trataba principalmente de partidos de izquierda tradicional, sindicatos de obreros y campesinos, colectivos y organizaciones civiles y universitarios.
Recuerdo que durante fechas emblemáticas, como el primero de mayo, llenaban las calles de ciudades en Europa y América para protestar contra la explotación del capitalismo global. Acudían a las cumbres políticas y económicas (G7, Davos, etc.) para contrapesar las decisiones que los dueños del poder y el capital tomaban.
En aquellos días comenzaron a surgir proyectos políticos electorales contrarios a la globalización neoliberal desde la izquierda estatista, principalmente en América Latina: los Chávez, los Lula, los Kirchner se hacían con el poder en sus respectivos países. Sin un proyecto uniforme claro, pero con la idea de articular una globalización diferente, los llamados globalifóbicos se construyeron como perfiles anti-sistema.
Entre esos años y el presente ha ocurrido una serie de fenómenos profundos que, en conjunto, enmarcan un cambio de época:
- La guerra mundial contra el terrorismo.
- La desindustrialización acelerada de Occidente.
- La Gran Recesión y las crisis de deuda.
- La Primavera y el Invierno Árabes.
- El ascenso de China y el declive hegemónico de Estados Unidos.
- La anexión rusa de Crimea.
- El Brexit y la irrupción del trumpismo.
- La pandemia de Covid-19.
- La crisis post-pandemia.
- El retorno del proteccionismo, el nacionalismo y las guerras comerciales.
- La fragmentación de la globalización.
- La guerra abierta en Ucrania.
- La nueva escalada en Palestina y Oriente Medio.
- Las tensiones en Taiwán.
- La expulsión de las potencias europeas de África.
- El rebrote de violencia en Cachemira.
- La emergencia de la multipolaridad.
- La aceleración del cambio climático.
Y una nueva revolución industrial marcada por las tecnologías digitales y de inteligencia artificial.
El mundo se ha trastocado tanto que incluso las posiciones respecto a la globalización han cambiado. Hoy los gritos más estridentes en contra del llamado globalismo vienen de la extrema derecha. Sectores conservadores occidentales que en el pasado aprovecharon la globalización o fueron indiferentes respecto a ella, y que ahora se han radicalizado para abrazar una política basada en el privilegio, la defensa de la exclusión, el tribalismo, el nacionalismo populista, el proteccionismo y la discriminación hacia los inmigrantes.
Aunque esta nueva corriente globalifóbica tiene base en sectores sociales venidos a menos, sus principales azuzadores son políticos y empresarios de la élite que se han beneficiado de la globalización y que hoy quieren transformarla para acrecentar sus privilegios. Es curioso, pero muchos de los argumentos que usan los globalifóbicos ultraderechistas de hoy fueron esgrimidos por los globalifóbicos izquierdistas de ayer, quienes, por cierto, advirtieron que entre los riesgos de la globalización neoliberal figuraba la ampliación de la brecha social y la polarización económica y política de la que se nutren los ultras.
Pero también el bando de los globalifílicos se ha reformado. Hoy está poblado en su mayoría por políticos, empresarios y activistas que se asumen progresistas y que en el pasado, incluso, llegaron a tener una militancia en la izquierda globalifóbica. Son partidarios de una agenda de progreso más cultural que económico. Políticos que migraron de la defensa de los intereses de la base de los trabajadores hacia la reivindicación de los derechos identitarios y de minorías.
Son los antiguos partidos socialdemócratas que claudicaron de la organización social y la lucha de clases en su búsqueda por agradar al votante promedio de la “clase media”. El resultado fue la ruptura del pacto social en el que se soportó la democracia liberal tras la Segunda Guerra Mundial, y el abandono de los alicaídos sectores obreros para dejarlos en manos de los populismos de extrema derecha nacionalista.
No obstante, la discusión importante hoy no está en la nueva oposición entre globalifóbicos ultras y globalifílicos “progres”. Es un hecho que la hiperglobalización surgida en la década de los 80 ha desaparecido para dar paso a un mundo marcado por:
- Una globalización regional.
- Una competencia neoimperialista.
- Un capitalismo expoliador.
- Y una oligarquía tecnológica.
La discusión se encuentra en los grandes problemas que enfrentamos como humanidad. En una reciente entrevista para El País, el filósofo esloveno Slavoj Žižek, menciona tres macroproblemas:
- El riesgo cada vez más real de una guerra nuclear.
- El calentamiento global y la crisis medioambiental.
- Y la posible regresión humana frente a la disrupción de la inteligencia artificial.
Me resulta interesante que esta categorización amplia de las vicisitudes presentes y futuras de la humanidad encuentra una equivalencia con la definición que hace de globalización el economista estadounidense Jeffrey D. Sachs en su libro Las edades de la globalización. Lo que define a este fenómeno, dice, es la intrincada interacción entre tres elementos:
- Geografía física.
- Instituciones humanas.
- Conocimientos técnicos.
Los problemas que menciona Žižek tienen que ver con la triple dimensión global de Sachs en un triángulo que posee el siguiente aspecto:
- Los avances en el conocimiento técnico producen la revolución tecnológica que ha dado a las empresas del sector un poder sin precedentes.
- La relación entre las entidades económicas y la geografía determina la geoeconomía, como la relación entre las instituciones políticas y la geografía determina la geopolítica.
- La transformación del medio ambiente que la actividad humana produce por y para la tecnología, la economía y la política ha derivado en la crisis ecológica que vivimos.
Žižek se asume pesimista ante el escenario que describe, y habla de que sólo con una cooperación global obligada y ejecutada a través de decretos de emergencia, podría conjurarse el peligro múltiple que enfrentamos.
Sachs es más optimista y plantea de forma implícita una reforma del sistema capitalista mundial en el que la ONU juegue un nuevo rol como esquema de gobernanza global que impulse el desarrollo sostenible, y los estados fomenten modelos de gobernanza desde lo local hasta lo nacional, con responsabilidades específicas en cada nivel sin socavar el papel del sector privado.
El maestro mexicano Juan Luis Hernández Avendaño, rector de la Ibero Torreón, plantea una propuesta que me resulta de suma relevancia en su libro Geopolítica de la esperanza: el territorio como lugar de la dignidad y la justicia. Propone trabajar en cinco campos para transformar positivamente nuestra realidad global:
- Crear una epistemología de la esperanza, dentro de la cual denunciemos de forma incisiva y valiente el mal común, pero también “anunciar las buenas noticias de nuestro tiempo”.
- Ejercer la praxis de la esperanza con una actitud de resistencia y «desde los márgenes de la historia, en la periferia de la sociedad, en los invisibles, en los disruptores, en los creativos (…)”.
- Cultivar una espiritualidad de la esperanza que anime, prepare y forme en el discernimiento y que se nutra “de una praxis que acoge, cura, defiende, ama y perdona”.
- Erigir una ética de la esperanza como sinónimo de una ética del cuidado, de cuidarnos los unos a los otros, para hacer “más saludable y más humana nuestra convivencia social, nuestro encuentro con los diferentes, nuestra cohabitación obligada”.
- Y, por último, construir la geopolítica de la esperanza que transforme el territorio habitado en un lugar de justicia y dignidad a través de la política de la presencia. “Estar presentes para convocar, para hacer juntos, para resistir, para crear proyectos, para formar y formarnos, para animarnos en la alegría de tener una fe esperanzada”.
Veo esta propuesta como el principio de una hoja de ruta para el líder y el ciudadano que se pregunta ¿qué puedo hacer yo frente al desorden que domina el mundo?